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jueves, 27 de abril de 2023

Pascua, Homilía del Padre Gustavo Seivane *

                                            

 Algo le sucedió a la muerte. Algo definitivo: la Resurrección de Cristo.

Así, la muerte mutó. Hizo también su pascua. Su paso. 

Se deslizó de eterna a temporal, y, quedó sentenciada para su disolución, cuando la muerte ya muera al final de los tiempos, cuando se vea cumplida en nosotros la Palabra del Redentor que dice: “Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna, y que yo lo resucite en el último día”. 

¡Resucitó Jesús! Ya no se callarán los aleluyas. Ni la Iglesia, dejará de cantar por siempre su cántico nuevo, su estremecedora acción de gracias al Redentor de los hombres.

Así, se propaga la alegría, una alegría hoy en la esperanza, una alegría celebrada  junto al cirio Pascual. 

¡Jesucristo vive! El Pastor se reencuentra con sus ovejas, el rebaño lo reconoce espléndido de Vida, de nueva e inédita Vida, Vida de resucitado, Vida empapada de Gloria. 

¡Resucitó por amor! La muerte no lo retuvo. La muerte se encogió hasta morir, cuando el alba eterna surgió con él.  Y de él. Brotando, expandiendo una fuerza de tremenda majestad, de sonora alegría, de gozo gozado.

¡Alabado sea el Cordero que puede romper los sellos y abrir los Libros! ¡Alabado sea el Misericordioso! ¡El que ha sido exaltado a lo más alto de los Cielos!¡El Santo, el Hombre Celestial, el Vencedor Magnífico! 

Porque lo habíamos visto aplastado, triturado, llovido de escarnio, y colgado de una Cruz… Ah! pero su fidelidad…  palpen en sus corazones su fidelidad. Él lo había prometido. Ustedes discípulos que marchan hacia Emaús. Tú, querido Tomás. Y tú, Pedro. Miren en sus almas, abran sus memorias, corran hacia al sepulcro, contemplen como testigos privilegiados. Háganlo con nosotros. Déjennos hacerlo con ustedes. Digamos juntos: “Su Fidelidad dura por siempre”. 

 “El Mesías debía sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; debía ser condenado a muerte, y resucitar al tercer día”.

Ahora Cristo vive Vida del todo nueva. Vida en la que ya estamos insertados, implantados, incrustados, mientras nos encaminamos hacia nuestra propia pascua. 

Porque en él hemos renacido. Porque nuestro bautismo ya nos participa de su nueva creación. De su eternidad.

Resucitaremos con el que resucitó. Naceremos. Será un paso. Será un cruce. Será confluir hacia la Luz definitiva y superadora de toda materia caduca, de toda lobreguez yerma, de toda ceniza.

Sólo esperamos su abrazo, su aceptación, su triunfo compartido; y sentarnos a su mesa, ser en su Día sin ocaso, ser amando, ser glorificando al que nos ganó una eternidad feliz. 

Cristo acabó con los dolores del alma, con los sufrimientos del cuerpo, con los abandonos, con los estertores de la enfermedad, con la decrepitud, con el pecado y la muerte. Pues eso llegará. Empezó en él y con él. Y comenzó a anticiparse en los santos y en los prodigios de la Iglesia que la historia recoge. 

En la Vida bienaventurada no germinará el fracaso. Y las llagas de Jesús nos darán la luz consoladora. Ya brillan. Y son más brillantes que todos los soles del universo. 

Y por eso, la Iglesia canta su Aleluya. Y el cirio, luz del Resucitado, gobierna esta asamblea. Ahora, sabemos qué nos espera, y quién nos espera.

Fuimos creados como un “tú” para Dios. Como creaturas capaces de entrar en diálogo, capaces de encontrarse con él por vía del amor.

Ahora, Cristo, cumpliendo su promesa, abre el Día sin final del perfecto diálogo y encuentro entre Dios y su creatura, entre el Padre y sus hijos, entre él, el Hermano divino, y sus redimidos.

Vamos, nosotros, cada uno hacia ese evento. Conocido y desconocido a la vez. Paradoja santa: hacia la resurrección que nos ganó Jesús. 

Él lo hizo posible. El Primogénito de entre los muertos. El que nos constituyó desde ahora, en tanto bautizados, hijos de la resurrección. Por sus llagas fuimos sanados.

La operación de un amanecer de tremenda luz. De reconstitución de los cuerpos, de los sentidos, del lenguaje, de la percepción, de la inteligencia, de la voluntad, de las capacidades.

¡Resurrección! Resucitaremos con él. Como él. Lo hizo Dios.

 Será una reunión con tus células, tu energía, tu físico. Será conservando tu identidad. Amarás tú. El mismo de ahora, pero (paradoja santa) serás como otro, por la perfección adquirida gracias a los méritos de Jesús.

Alba inédita. Relámpago de ángeles. Limpieza. Fin de la corrupción. Serenos extranjeros de todo camino errado. Ya nos habremos encontrado a nosotros mismos sin dudas ni ambigüedades. Y con los otros sin sospechas ni vacilaciones. Inédita vida. Vislumbre de lo santo. Maravilla de ser de tal modo que la fuente del amor y la verdad saciando no se agotarán jamás. Gloria del conocimiento, de la percepción sin alienaciones. Conjunto y detalle suscitándonos alabanzas. Estremecimiento del gozo de vivir en un océano de gracia donde “Dios será todo en todos”.

“¿Dónde está muerte tu aguijón?”, dijo San Pablo… 

¡Bendito sea el Señor! Él nos despertará del sueño de la muerte. Él, el Primero y el último. No será un despertar para una mera inmortalidad del alma, sino que viviremos una verdadera resurrección. Toda nuestra persona resucitará como él, y nuestro cuerpo será glorificado.

“Destruyan este templo, y yo lo edificaré en tres días”, había dicho. “Él se refería al templo de su Cuerpo”.

Nuestro destino es Dios. “Él recibió el Nombre que está sobre todo nombre”. Cristo es la Puerta.                                    

                *   Asesor espiritual de los Grupos de oración de san Pio de Pietrelcina en Argentina

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