"El apóstol se alegra al pensar que por nada será confundido y que de ningún modo descuidará su deber de apóstol de Jesucristo. Se alegra también de que en su cuerpo, incluso en medio de todas las cadenas a las que está sometido, Jesús siempre será glorificado. Si vive, exaltará a Jesucristo por medio de su vida y de su predicación, también estando en cárcel, como ya lo había hecho hasta ahora predicando a Jesucristo a los del pretorio; si, en cambio, es martirizado, glorificará a Jesucristo ofreciéndole el supremo testimonio de su amor.
Por tanto, declara abiertamente que su vivir es Cristo, que es para él como el alma y el centro de toda su vida, el motor de todas sus acciones, la meta de todas sus aspiraciones. Y después de haber dicho que su vida es Jesucristo, añade también que su morir es una ganancia para él, porque con su martirio dará a Jesús testimonio solemne de su amor, conseguirá que su unión con Jesús sea más irrompible, y aumentará también la gloria que le espera.
¿Qué dices, Raffaelina, de este modo de hablar? ¡Las almas mundanas, al no tener ningún conocimiento de gustos sobrenaturales y celestiales, al oír semejante lenguaje, se ríen y tienen razón!, porque el hombre animal, dice el Espíritu Santo, no percibe las cosas que son de Dios. Ellas, pobrecillas, que no tienen otros gustos que no sean de barro y de tierra, no pueden hacerse una idea de la felicidad que las almas espirituales dicen experimentar al padecer y morir por Jesucristo.
¡Oh, cuánto mejor para ellas si, en lugar de maravillarse y de reírse, reconocieran su culpa y admiraran, al menos en silencioso respeto, la entrega afectuosa de estas almas, que tienen un corazón tan encendido en amor divino!"
(23 de febrero de 1915 – Ep. II, p. 340)
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