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lunes, 9 de octubre de 2017

YO , TESTIGO DE PADRE PIO. por Fr. Modestino, Capuchino

VERDADERO HIJO DEL POVERELLO
El Padre Pío nació en absoluta pobreza, en una pequeña habitación de 13 metros cuadrados, situada al final de un callejón del barrio Castello. Sus tiernos miembros no fueron colocados sobre suave lana, sino sobre un ruidoso jergón de hojas de maíz. La habitación era iluminada por una lámpara de petróleo y por un candil de terracota lleno de aceite de oliva en cuya superficie flotaba una tenue mecha.
El ambiente en que vivió fue también pobre, tanto en el pueblo, como en Piana Romana y también en el convento.
 Él era feliz de este su estado, que le permitía imitar más fácilmente al "Poverello" de Asís.
 Cuando, por razones de salud, los superiores quisieron instalar en su celda un termosifón, se opuso con todas sus fuerzas diciendo: «¡si me viera el seráfico padre San Francisco!». Se debió recurrir al precepto de obediencia para hacer la instalación de la calefacción, necesaria por sus condiciones de salud. Sólo por obediencia doblegó su voluntad a las órdenes recibidas.
 Sus manos fueron como un gran canal. Por ellas pasó tan dinero, tanta providencia, pero nada se le quedó pegado a ellas.
 Una de las señales más evidentes de su pobreza conventual fue seguramente el alimento. El Padre Pío comía poco, casi nada. Y no sólo por espíritu de mortificación, sino también para experimentar el sabor de la pobreza franciscana.
Entre los alimentos prefería los más sencillos y comunes, los de las personas pobres. Si alguna vez comía algo especial, lo hacía sólo por obediencia. Decir que el Padre Pío "comía" es una exageración. Sería más exacto decir que el Padre Pío "no comía".
 Como fraile, muchas veces he tenido la suerte de llevarle los alimentos a su celda, cuando estaba enfermo.
 Una vez, el padre Honorato, su asistente, insistía para hacerle comer algo. El Padre Pío   no exagero   comió cuanto podría bastar a un pajarito y dijo: «Hágame la caridad de no forzarme. He cumplido la obediencia de comer y he comido». Entonces retiré los platos y consumí yo el contenido.
 Nunca se le prepararon alimentos espe¬ciales. Raramente tomaba carne o pan. A la cena le gustaba un poco de vino, esperando así poder reposar. Cuando, enfermo, por obediencia era obligado a tomar algún alimento particular, su comida se transformaba en auténtica mortificación.
 En 1959 el Padre Pío estuvo gravemente enfermo, incluso en peligro de muerte. Para darle fuerzas todos los días le llevaban de la clínica una taza de caldo de gallina. Un día estaba yo en la celda cuando le llevaron dicha taza. Ya en otras ocasiones yo había consumido lo que el Padre dejaba, por lo que, también en aquella ocasión, pensé para mis adentros: "si el Padre Pío deja un poco, yo lo tomo de buena gana". El Padre Pío tomó la mitad de la taza y, en dialecto, me dijo: «toma, paisano, termina tú el caldo».
Le di las gracias, pero apenas acerqué la taza a los labios y comencé a beber, me vinieron ataques de náusea y de vómito; así de malo era aquel caldo. Quizá porque era demasiado cargado o porque contenía medicinas. De todos modos me lo bebí de un trago, pero sin poder evitar un gesto de disgusto. El Padre Pío se dio cuenta y, con aire de broma, me dijo: «¡Qué, paisano! ¿No te gus-ta?... ¿Y yo que debo hacer esta mortificación todos los días?...». Al día siguiente me ofreció de nuevo media taza de aquel caldo, pero, excusándome con él, lo rechacé admitiendo que yo no era capaz de consumirlo.
 Después le pregunté: Padre, ¿pero usted lo toma de buena gana este caldo de gallina?». Respondió: «Es la mayor mortificación que me impone la obediencia. La verdad es que no me gusta nada». Lo hice saber y, desde aquel día, dejaron de llevárselo.
 En el refectorio, el Padre Pío hacía casi siempre sólo acto de presencia. Llegaba frecuentemente con retraso, ya que, a lo largo del pasillo, lo entretenían ya para un consejo, ya por una bendición.
Entraba con la sonrisa en los labios y después de saludar al superior y a los demás frailes, daba gracias a Dios por tanta providencia y ocupaba su puesto.
Aquella era la ocasión para hacer una hora de "vida común" con los frailes. Respondía a sus preguntas, aprovechando, dentro de la obligada brevedad de las respuestas, para dar lecciones de vida.
 Comía un poco de pasta, un poco de anguila asada o algún pescadito frito. Después, sin hacerse notar, pasaba el resto al hermano que estaba a su lado.
 Un día lo observé a la hora de comer. Terminada su frugal comida, le vi recoger las migas que estaban delante de él en la mesa y, con el índice de la mano derecha se las llevaba a la boca. Parecía que estuviera purificando la patena en el altar.
 Quedé admirado por aquel gesto delicado y gentil, propio de los pobres. Cuando, después de la comida, lo acompañé al balcón, me dijo: «Hijo mío, qué malos somos nosotros, los hombres».
 Pregunté: «¿Por qué, Padre?».
 Respondió: «Porque comemos y bebemos a espaldas de este Dios que hace que no nos falte nada y ni siquiera le damos las gracias».
 ¡Tenía toda la razón!

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