Pages

miércoles, 18 de octubre de 2017

del Epistolario II : La Dirección espiritual...


... volvemos a proponer aquí en síntesis la cuidada investigación hecha por el padre Gerardo Di Flumeri limitada a la correspondencia del Padre Pío con doña Raffaelina.
Es la conferencia leída por el autor en el primer congreso de estudio sobre la espiritualidad del Padre Pío (San Giovanni Rotondo: 1-6 de mayo de 1972) . En lugar de publicarla íntegramente pensamos que sea suficiente retomar los títulos con los textos más significativos.

1. Necesidad
En primer lugar debemos decir que el Padre Pío tiene en gran estima la dirección espiritual. Ve la necesidad desde un doble punto de vista: a) desde el punto de vista del alma dirigida, está convencido de que cuanto más ella avanza por el camino de la perfección, tanto más necesita de la ayuda del director; b) desde el punto de vista del director, y aquí la doctrina del Padre Pío es más rica y original. Siente la dirección espiritual como una exigencia de ese espíritu apostólico que debe animar a todo sacerdote; es más, hace entender claramente que para él la dirección espiritual era un fruto de su caridad sobrenatural.

2. Elementos
Analizando las 56 cartas escritas por el Padre Pío a doña Raffaelina, sin la pretensión de ser exhaustivos, podemos reducir los elementos constitutivos de su dirección a los siguientes.

a. Relación de afecto sobrenatural. Se ha dicho que un alma difícilmente se abre completamente con su director, si este no se ha ganado su estima, su confianza, su afecto. Y bien, el Padre Pío tiene el don de saberse ganar la estima y la confianza total del alma que dirige. Nótese, sin embargo, que esta relación no tiene nada de natural, sino que tiene un carácter eminente y exclusivamente sobrenatural. El Padre Pío lo hace notar repetidamente a su discípula.

b. Participación en las vicisitudes de su discípula. Esta relación sobrenatural no priva a la dirección del Padre Pío de ese afecto de cordialidad que, en un plano humano, confiere mayor credibilidad a la dirección misma. Es más el Padre Pío participa viva y cordialmente de todas las vicisitudes espirituales y temporales, alegres y tristes de doña Raffaelina. Al respecto existen páginas bellísimas que muestran claramente el rostro humano, el corazón paterno y la caridad afectiva del director.

c. La acción del Espíritu Santo. Poner en evidencia la acción del Espíritu Santo, que permanece siempre como el único verdadero maestro y el único verdadero director de las almas; hacer ver el camino de la gracia que trabaja dulce y silenciosamente en el corazón de los fieles, es obra que requiere intuición, discernimiento y santidad. Y el Padre Pío no ha mínimamente descuidado este elemento importante en el progreso del alma hacia la perfección.

En ese particular período de la purificación de los sentidos, en que el alma dirigida se ve perdida como en una noche profunda y en la oscuridad más espesa, el director le hace comprender cuál era la acción del Espíritu Santo, cuál es el trabajo secreto de la gracia, y le indica la meta última de ese modo de actuar del Esposo divino.

d. Desenmascarar las insidias de Satanás. Satanás no permanece sin actuar; con la astucia que le es habitual busca toda ocasión para volver ineficaz la acción de la gracia, para arrojar el alma al descarrío, para confundir las ideas.
Doña Raffaelina, desanimada por las inevitables dificultades que aparecen en el camino de la perfección, sentía compasión de ella misma, no viendo otra cosa que soberbia y caídas; pero, por otra parte, inundada por grandes gracias divinas, tenía siempre temor de no corresponderle adecuadamente. El Padre Pío intervenía siempre intempestivamente y ponía las cosas en su lugar, de modo que el alma continuase su itinerario espiritual.

e. Carácter franco y sincero. Recordamos solamente un episodio, entre los muchos que se podría citar y que se verán en la correspondencia aquí publicada. Obligada a dejarle a su hermano la casa paterna, que no obstante le había tocado en herencia, doña Raffaelina desde hacía siete años vivía en una casa alquilada; buscaba, sin embargo, una casa conveniente, en la que vivir mejor junto con la hermana Giovina.

Presentó este proyecto a su director, rogándole que suplique a Jesús, para que manifestara su voluntad. El Padre Pío, intentando todo el supremo bien espiritual de su discípula, expuso con claridad, sinceridad y franqueza su punto de vista, pero la discípula no logró en esa circunstancia mantenerse calma y se lamentó del mal cariz que tomaba el asunto.

La respuesta del director fue inmediata:
No puedo pues esta vez ahorrarte un dulce y fraterno reproche […].
Dios te perdone; esta vez has metido mucho la pata. Cuídate de ahora en más de no recaer en semejantes extravagancias (21.6.1914).

3. Método pedagógico
También en este tema nos limitamos a indicar algunas líneas esenciales que ponen de relieve la pedagogía espiritual desarrollada por el Padre Pío en las cartas presentadas por nosotros en este volumen.

a. Intuición psicológica. El Padre Pío sabe adaptarse a las condiciones personales del alma dirigida, presenta la perfección cristiana más desde un punto de vista positivo que negativo y estimula el amor propio del alma que dirige, de manera tal que la empuja a comprometerse totalmente en el camino de la perfección.

b. Estructura teológica. Subrayamos dos aspectos particulares al respecto. El primero se refiere al desarrollo de las virtudes teologales; y ello no tanto porque el Padre Pío enuncie principios, de los cuales resulta que Dios es el centro de su dirección espiritual, sino porque pone todo esfuerzo en desarrollar, en el alma que dirige, la gracia y las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, orientándola siempre hacia estas fuerzas sobrenaturales.
El segundo aspecto al que se aludía es que el desarrollo de las virtudes teologales, por deseo del Padre Pío, sucede en una atmósfera de espiritualidad franciscana, que se concretiza en algunas virtudes morales, típicas de todo seguidor del Pobrecillo de Asís, cuyo ejercicio se recomienda fervientemente.

c. Lo concreto. La dirección espiritual, bien estructurada desde el punto de vista teológico y sostenida por una providencial intuición psicológica, no se mueve con un programa abstracto y sobre principios solamente, sino sobre un plano concreto y aplicaciones prácticas de los mismos principios.
Este sentido de lo concreto impulsa al Padre Pío, en primer lugar, a proyectar al alma la gradualidad del camino en la vía de la perfección, haciéndole comprender que recorrerá este camino de a poco, progresiva y fatigosamente según los designios de Dios. En segundo lugar luego, precisamente para asegurar ese itinerario, el Padre Pío fomenta en su discípula una intensa vida espiritual, proponiendo y aconsejando los medios ascéticos tradicionales, si se quiere, pero que bajo su pluma y de sus labios adquieren un sabor del todo particular.

d. Hacia la meta. Podemos decir que el Padre Pío presenta en sus cartas la perfección cristiana como la conquista más noble que se pueda desear y efectuar, y en consecuencia dirige al alma, pidiéndole el heroísmo. Convencido que su discípula estaba llamada al último grado de perfección, no solamente se lo dice con claridad, sino que se propone prepararla, acompañándola siempre, para alcanzar la altísima meta de la unión amorosa con Dios, sabiendo bien que ha recibido de Dios mismo el encargo de presentarla al Esposo divino, como virgen casta de mente y cuerpo.

e. El estilo. Reflexionando sobre las enseñanzas de la correspondencia, nos parece poder afirmar que el Padre Pío se haya servido en su método pedagógico de la dirección de un estilo mayormente noble, delicado y señoril, tanto cuando aconseja como cuando ordena, tanto cuando reprende como cuando anima, tanto cuando se lamenta como cuando exulta. Esta nobleza lo impulsa a respetar la libertad de los otros, incluso cuando manifiesta el propio parecer, divergente y contrario; y además influye sobre el mismo estilo literario, también digno y delicado en las expresiones.

4. Eficacia
Llegados a este punto, debemos examinar en concreto los resultados prácticos de esa dirección y las motivaciones de la innegable eficacia de la misma.
a. Dos puntos de referencia. Ciertamente la eficacia de la dirección del Padre Pío se la puede ver sea desde el punto de vista inmediato, como era el de consolar el alma y llevarle paz y tranquilidad; sea desde el punto del efecto último, como es el de alcanzar la meta de la propia vocación a la santidad.
Por lo que se refiere a la paz y la tranquilidad del alma, es necesario recordar que doña Raffaelina atravesaba un período agudo de crisis espiritual, lleno de incertidumbres, de dudas y de angustias; que se hizo más intrincado por un complejo de circunstancias (enfermedad de la hermana Giovina, discordias con su hermano, suicidio del marido de la sobrina, etc.) que cortaba el aliento, quitaba la paz del alma, agravaba la situación día a día. Y bien, el Padre Pío fue el más grande artífice de la tranquilidad del alma amargada y probada; casi todas sus cartas contiene repetidas invitaciones al consuelo, a la calma, a la paz, invitaciones y exhortaciones que obtenían su efecto, como con corazón agradecido reconocía doña Raffaelina, jamás defraudada en sus esperas.
No menos eficaz fue la dirección, si se considera el efecto último de la acción directiva, es decir la de alcanzar la meta de la perfección cristiana. Si bien no se está en grado de establecer cuál haya sido el grado alcanzado en la escala mística de aquella alma privilegiada, es cierto que, gracias a la iluminada dirección del Padre Pío, superó la prueba de la purificación sensible y atravesó el período aún más doloroso de la purificación espiritual.

b. Explicación de la eficacia. Queriéndonos detener brevemente en los elementos constitutivos de la eficacia de la dirección, así como nos parece poder recogerla de la correspondencia epistolar, indicaremos sólo tres.

1. Sólida preparación doctrinal. Se trata antes que nada de una preparación teológica bien enraizada en la doctrina tradicional; de un conocimiento bíblico poco común, sustentadas por las enseñanzas «de su tan querido apóstol Pablo»; y de una segura ciencia y experiencia ascético-mística.

2. Sobrenatural aliento de santidad. Esto emana de todas las cartas, y el alma dirigida se sentía llevada hacia el mismo ideal. No podemos en estas notas introductorias siquiera citar algunas de las páginas más bellas emanadas del mundo sobrenatural y sus exigencias, tanto por parte del director como por parte de la dirigida. Enumeramos apenas algunos de los temas más sugestivos: deseo de morir, deseo de paz, amor-dolor, la eucaristía, la Virgen, el ángel custodio, el misterio de la cruz. En este punto entra la consideración de la experiencia mística del director, que no escapaba al alma dirigida y que encontraba siempre nuevos estímulos y nuevas confirmaciones.

3. Iluminación particular. El Padre Pío tiene la conciencia de transmitir exhortaciones, consejos, normas, doctrinas tomadas la más de las veces no de la industria humana sino de las mociones divinas, de iluminación suprema, de revelaciones del Señor. Es uno de los rasgos más característicos de su dirección y quizás fue este el factor que más que todos confirió eficacia a su acción. Conocimiento que le da autoridad y lo hace hablar de manera segura, cierta y a veces casi catedrática.

lunes, 16 de octubre de 2017

Cleonice Morcaldi: "Mis recuerdos del Padre Pio"


8. Humildad, paciencia, ternuras de madre...

Con la palabra y con el ejemplo nos enseñaba a referir todo a Dios. Yo le decía que le quería mucho, porque veía en él a Jesús. Y él: - "También esto está bien; pero mira: lo que tú me das yo lo ofrezco inmediatamente al Amo. Por eso trata de dárselo directamente. Jesús estaría más contento y tú tendrías mas mérito".

Le dije un día: - "¿Qué es la humildad?”. Me respondió: - “La humildad es la verdad. ¿Quiénes somos nosotros y quién es Dios? El seráfico Padre pasaba noches enteras meditando esta frase. ¡¿Quién eres tú, Dios mío, y quién soy yo?!”.

La palabra "soberbia" le hacía temblar. Un día estaba en la sacristía con algunas personas. Un señor dijo: - "Y qué le vamos a hacer, Padre, somos semilla de soberbia". Inmediatamente el Padre respondió: - "Si no soy humilde, soberbio no quiero serlo”.

Durante la guerra, un capitán americano venía de Foggia para asistir a la Misa del Padre. Se ponía de rodillas junto al altar. Antes de partir quiso hablar con el Padre. Entre otras cosas le preguntó qué pensaba del don de las llagas. El Padre, bajando la cabeza, respondió: - "Que soy un pobre humillado”. Este episodio me fue referido por un sacerdote que hizo de intérprete. La respuesta gustó mucho al capitán. Éste con frecuencia traía sus soldados, que asistían a la Misa de rodillas. Después seguían al Padre a la sacristía.

Los fieles le regalaban con frecuencia pañuelitos de lino blanco, pero no los usó nunca. Prefería pañuelos de tela y de colores, como los que usaban nuestros campesinos.
Cuando llegaba el Superior General de la Orden, salía a su encuentro con los demás frailes, pero se escondía de modo que nadie lograba verlo.

Un día, en confesión le dije: - “Usted, Padre, es tan bueno, hágame...”. No me dejó concluir la frase e inmediatamente dijo: - "¿Yo bueno? ¡Si tú supieras lo que soy yo, escaparías de aquí horrorizada!... ¡El peor de los delincuentes, comparado conmigo, es un hombre honra-do!". Y lo dijo con tal convicción, que no supe qué decir.

Su espíritu de pobreza me pareció un tanto exagerado. Un día, en el coro, lo vimos subirse a una silla para apagar las pocas luces de una lámpara que los frailes habían dejado encendidas.

Quería que también nosotras observáramos, de algún modo, la regla franciscana. Cuando le dije que yo había tirado un pedazo de pan duro, me respondió: - "¿Por qué no has hecho sopas?”. Me había comprado un vestido nuevo. Cuando me lo vio, dijo: - "Podías haber remendado el que tenías". Tenía razón. En aquella ocasión fui un poco vanidosa.

Durante largos años fue humilde sacristán. Dispuesto siempre a servir a todos, en todo. En las cartas se firmaba siempre así: "Vuestro humilde servidor...".

Un sacerdote me preguntó si el Padre ejercitaba siempre la virtud de la paciencia. Le respondí: - "¿Le parece poco el soportar el fatigoso trabajo de cada día, sin un solo día de descanso?, ¿sufrir con tanto amor la pasión del Señor y la dirección de tantas almas?”. Él mismo dijo un día: - “Esto es lo que me resulta difícil: estudiar el carácter de cada uno y adaptarme a él”. Jamás he visto un sacerdote con tantos dolores y con tanto paciencia. El sacerdote me respondió: “Tiene razón. El Padre Pío es un modelo en todo. Es santo, pero santo hay que hacerse”.

Pedí al Padre el remedio para mis tantas imperfecciones. Me dijo: - “Tiempo y paciencia. Paciencia con lo que Dios nos manda; paciencia con nosotros mismos, paciencia con el prójimo. Paciencia y padecer. El sufrimiento no es un castigo, sino un signo del amor de Dios para hacernos semejantes a su divino Hijo. Humíllate amorosamente ante Dios y ante los hombres, porque Dios habla a quien tiene las orejas bajas. Ama el silencio, porque el mucho hablar no está libre de culpa Recuerda que todo se vuelve en bien para los que aman sinceramente a Dios. Si David no hubiera pecado, no habría adquirido una humildad tan profunda, ni la Magdalena habría amado tan ardientemente a Jesús”.

Transcribo algunas frases de sus cartas: - "Usted llora con razón por haber perdido la mamá, pero ¡ánimo!, hija mía. Yo soy perfectamente consciente de la misión que me ha confiado la Providencia. ¡Si hasta ahora he hecho las veces del padre, difunto, desde este momento siento que se me conmueven las entrañas al asumir también el deber de madre! Y la madre de usted sonreirá desde el cielo. Quiero verla consolada y dulcemente resignada. ¡Usted sabe y puede imaginar lo que yo siento en este corazón por su alma. ¡Dios mío, qué hacer para verla aliviarla!... ¡Pero a mí no me ha sido concedido esto! ¡Hay demasiada indignidad de mi parte para merecer del Señor el don de confortar a quien es parte de mí alma! ¡Ánimo, hija mía, rece usted a este buenísimo Padre, récele para que le consuele!

Un día, conmovida, le dije: - “Padre, ¿cuánto amor está encerrado en el corazón de Jesús?”. Y él: - "¡Hija mía, no existen términos para expresar la ternura de nuestro Dios!”.
Una mañana, después de la Misa, el Padre dijo esta frase: - “¡La vida sin el amor de Dios es peor que la muerte!”. Le dije: - “Padre, para tener más amor yo quisiera, por una vez, soñar a Jesús, conocer su rostro". - “Mírame", respondió. Yo quedé maravillada y sorprendida. El Padre continuó: - “Tú mereces el reproche de Jesús a Felipe en la última cena”.

El 22 de enero de 1953 se cumplía el 50 aniversario de su toma de hábito. Los frailes prepararon dedicatorias bellísimas. Fue invitado el Padre a escribir la suya; rechazó la invitación, pero después aceptó. Y éstas son sus palabras:

"Cincuenta años de vida religiosa,
cincuenta años clavado en la cruz,
cincuenta años de fuego devorador
por Ti, Señor, por tus redimidos.
¿Qué otra cosa desea mi ánimo
sino conducir a todos a Ti, ¡oh Señor!,
y esperar pacientemente que queme
todas mis entrañas en el “cupio dissolvi"
para estar completamente en Ti?"

Así pues, Jesús crucificó a su siervo a la edad de 16 años, precisamente en el día de su toma de hábito. Sin duda fue la Virgen quien indujo al Padre a superar su habitual reserva, porque lo reclamaba la gloria de Dios.
Un sacerdote exclamó: - “¡EI Padre Pío es el Job de nuestro siglo, paciente en soportar durante medio siglo la pasión de Jesús, paciente en su fatigoso trabajo de tantos años, sin un solo día de descanso!..”. Lo dijo al leer la dedicatoria que el Padre había escrito y que fue impresa en millares de estampas.
¡Pero quién sabe cuántos otros misterios quedaron encerrados en aquel corazón!
- “Muchos misterios de mi corazón serán descubiertos sólo allá arriba", dijo un día.

viernes, 13 de octubre de 2017

Comunión espiritual profunda de dos Santos: Padre Pio y Juan Pablo II



Un día 1 de mayo del 2011, el Papa Juan Pablo II es declarado Beato. En el mismo lugar: la Plaza de San Pedro de Roma; en el mismo mes: mayo, aunque un día antes; ante una multitud muy semejante en número y en lugares de procedencia…, en los que él, 12 años antes - el 2 de mayo de 1999 – es beatificado el capuchino italiano Padre Pío de Pietrelcina.
Hablar sólo de amistad entre Juan Pablo II y el Padre Pío de Pietrelcina es muy poco; hay que añadir palabras que expresen una relación personal mucha más rica; hay que hablar de comunión espiritual profunda de dos Santos.
Juan Pablo II nació el 18 de mayo de 1920 y el Padre Pío de Pietrelcina murió el 23 de septiembre de 1968. Vivieron, pues, al mismo tiempo 48 años de existencia terrena. En esos años hubo expresiones muy bellas de esa comunión espiritual profunda; expresiones que continuaron por parte de Juan Pablo II hasta su muerte, el 2 de abril del 2005, y que, sin duda, fueron  correspondidas por el Padre Pío desde la otra vida; y, en esa fecha del 2005, esa comunión espiritual habría adquirido las características, desconocidas para los humanos, que se dan en el cielo entre los bienaventurados.
El primer encuentro del joven sacerdote polaco Karol Wojtyla con el Padre Pío de Pietrelcina tuvo lugar “al atardecer de un día de abril” del año 1948 y al día siguiente. Estudiante en Roma, buscando el doctorado en teología, el futuro Juan Pablo II se desplazó a San Giovanni Rotondo con un seminarista polaco que también estudiaba en la capital italiana. Fue probablemente en la semana de Pascua.
El 5 de abril del 2002, a la distancia de 54 años, Juan Pablo II tuvo la amabilidad de responder afirmativamente a la petición que le cursaron desde San Giovanni Rotondo de dejar un testimonio escrito de su encuentro con el Capuchino de Pietrelcina; testimonio al que, caso de darse, garantizaban el más absoluto secreto hasta la muerte del Pontífice. En ese testimonio, además de indicar las tres cosas que deseaba en esa visita, el Papa señala lo que recibió del Fraile estigmatizado en dos de los objetivos que buscaba: “participar en su misa y… confesarme con él”.
Éste es el testimonio de Juan Pablo II, dictado por él al que lo escribió en lengua polaca, que el Papa firmó y al que puso fecha de su puño y letra:
“Reverendo Padre Guardián:
El Padre Pío se me grabó profundamente en mi memoria. Recuerdo aquel día del año 1948 cuando, al atardecer de un día de abril, como alumno del Angelicum, fui a San Giovanni Rotondo para ver al Padre Pío y participar en su Misa y, si resultaba posible, confesarme con él. Y justo entonces tuve la suerte de ver en persona al hombre cuya fama de santidad se extendió por todo el mundo. Y en aquel momento pude intercambiar unas palabras con él.
Al día siguiente pude participar en la Misa, que duró bastante tiempo, y durante la cual se veía en su rostro que sufría mucho. Veía que en sus manos - que celebraron la Eucaristía - los lugares de sus estigmas estaban tapados con una costra negra; con todo, esto se me grabó como algo inolvidable.
Daba la impresión de que en el altar de San Giovanni Rotondo se cumplía el sacrificio del mismo Cristo, el sacrificio sin sangre, pero al mismo tiempo aquellas heridas en las manos hacían pensar en el sacrificio, en el Crucificado.
Esto es lo que recuerdo hasta el día de hoy; lo tengo delante de mis ojos.
Durante la confesión resultó que el Padre Pío ofrecía un discernimiento claro y sencillo, dirigiéndose al penitente con gran amor.
Este primer encuentro con él, vivo y ya estigmatizado en San Giovanni Rotondo, lo considero el más importante; y de modo particular doy gracias por él a la Providencia.
Juan Pablo II
5. IV. 2002”

Pero ¿de qué hablaron el Capuchino italiano y el Sacerdote polaco cuando éste pudo “intercambiar unas palabras” con aquel? Durante muchos años se ha creído que, en ese momento – otros afirmaban que fue durante la confesión – el Fraile capuchino habría pedido al Sacerdote polaco que se preparara para ser Papa. En una de las tres ocasiones en que Juan Pablo II ha negado haber escuchado ese mensaje de labios del Padre Pío, ofreció una información sorprendente. Esa información nos la facilitó el 30 de enero del 2004, en una entrevista para “Tele Radio Padre Pío” de los Capuchinos de San Giovanni Rotondo, el Arzobispo polaco Mons. Andrés María Deskur, amigo de Karol Wojtyla desde la infancia y más tarde colaborador muy directo de Juan Pablo II:
“En mi presencia, al obispo polaco que le preguntó: “Padre Santo, se dice que el Padre Pío le había anunciado su martirio y su pontificado; ¿es verdad?”, el Papa respondió: «No. Es absolutamente falso». Y siguió diciendo: «Con el Padre Pío hablamos únicamente de las llagas. La única pregunta que le hice fue: qué llaga le producía más dolor. Yo estaba convencido de que era la del corazón. El Padre Pío me sorprendió mucho al decirme: No, más dolor me produce la de la espalda, de la cual nadie sabe nada y que ni siquiera es curada. Es ésta la que le producía más dolor»”.
Es lógico preguntarse: ¿Por qué el Padre Pío descubre a Karol Wojtyla, un desconocido, lo que ningún otro sabía, ni siquiera sus directores espirituales, los padres Benedicto y Agustín de San Marco in Lamis?
Y que Wojtyla no hubiera escuchado de labios del Padre Pío el anuncio del Pontificado no excluye que el Capuchino se lo hubiera comunicado de otro modo y en otro momento, por ejemplo por un intermediario, como lo hizo con el Cardenal Montini, luego Pablo VI. Hay bastantes datos que lo confirman.

Vayamos a 14 años más adelante. El convencimiento de Karol Wojtyla, ahora ya Obispo de Ombi y Vicario Capitular de Cracovia, de que la oración del Padre Pío tiene un poder muy especial ante el Señor lo confirman tres cartas escritas en los años 1962 y 1963. Las dos primeras las envía desde Roma, donde participa en el Concilio Vaticano II, por medio de Ángel Battista, empleado de la Secretaría de Estado del Vaticano, que cada fin de semana se desplazaba a San Giovanni Rotondo para ayudar al Padre Pío en la Administración del hospital “Casa Alivio del Sufrimiento”. Importante y significativo este dato: Al terminar de leerle al Padre Pío la primera carta, Ángel Battista le escuchó decir: “A esto no se puede decir que no”. La tercera carta presupone otras cartas de petición de oraciones, que no se conservan o, al menos, que no se han encontrado.

Carta de 17 de noviembre de 1962, pidiendo oraciones por la salud de Wanda Poltawska:
“Venerable Padre:
Te ruego que eleves una oración por una madre de cuatro hijas, de cuarenta años, de Cracovia, en Polonia (durante la última guerra en un campo de concentración, en Alemania) que se encuentra en gravísimo peligro en la salud y en peligro de muerte a causa de un cáncer, para que Dios, por intercesión de la Beatísima Virgen, muestre su misericordia a ella y a su familia.
Muy agradecido en Cristo,
Carlos Wojtyla - Obispo Titular de Ombi, Vicario Capitular de Cracovia”.

Carta de 28 de noviembre de 1962, comunicando la recuperación instantánea de Wanda Poltawska:
“Venerable Padre:
La mujer de Cracovia, en Polonia, madre de cuatro hijas, el día 21. XI, antes de la operación quirúrgica, ha recuperado instantáneamente la salud. Sean dadas gracias a Dios, y a Ti, Venerable Padre, te doy las más sinceras gracias en nombre de ella y del marido y de toda la familia.
En Cristo,
Karol Wojtyla, Vicario Capitular de Cracovia”.

Carta de 14 de diciembre de 1963, informándole de los frutos de las oraciones que le ha pedido anteriormente en casos particularmente dramáticos (la médico católica, enferma de cáncer, es Wanda Poltawska) y pidiéndole nuevas oraciones:
“Muy Reverendo Padre,
Su Paternidad se acordará seguramente de que ya algunas veces en el pasado me he permitido encomendar a Sus oraciones casos particularmente dramáticos y dignos de atención.
Quisiera, por lo mismo, agradecerLe calurosamente también en nombre de los interesados, por sus oraciones a favor de una señora, médico católica, enferma de cáncer, y del hijo de un abogado de Cracovia, gravemente enfermo desde su nacimiento. Las dos personas  están, gracias a Dios, bien.
Permítame, además, Padre Muy Reverendo, encomendar a Sus oraciones una señora paralítica, de esta Archidiócesis.
Al mismo tiempo me permito encomendarLe las ingentes dificultades personales que mi pobre obra encuentra en la situación presente.
Aprovecho la ocasión para renovarLe los sentimientos de mi religioso obsequio, con el cual quiero reafirmarme,
 de Vuestra Paternidad devotísimo en Cristo Jesús
 + Karol WOJTYLA, Obispo Tit. de Ombi - Vicario Capitular de Cracovia”.

Sigamos adelantando el calendario. En las visitas a San Giovanni Rotondo del Cardenal Wojtyla, de los días 1 al 3 de noviembre de 1974, para conmemorar allí los 28 años de su ordenación sacerdotal, y del Papa Juan Pablo II, de los días 23 y 24 de mayo de 1987, centenario del nacimiento del Padre Pío, es fácil descubrir tres motivaciones:
1ª. Orar ante los restos mortales de un hombre, el Padre Pío, que, aunque su Proceso de Beatificación y Canonización, en el año 1974, todavía no se había introducido y, en el año l987, no había pasado de la fase diocesana, millones de fieles de todo el mundo tenían ya por Santo. De hecho, fueron más de 15 minutos los que el Cardenal permaneció arrodillado, en oración, ante la tumba del Capuchino, después de haber celebrado la Eucaristía, junto al Arzobispo Deskur y otros ochos sacerdotes polacos, en el altar que en aquel tiempo había ante la misma. Y fueron 10 minutos los que el Papa dedicó a implorar la intercesión del Siervo de Dios, mientras apoyaba su mano derecha en el pesado bloque de mármol que, colocado encima, protegía el sepulcro del Fraile italiano.
2ª. Proclamar, sin palabras, su convencimiento personal de la heroica santidad del primer Sacerdote estigmatizado, que pudo manifestar a su Director espiritual, como alabanza al Señor, que vivía “devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo”.
3ª. Llamar, de forma silenciosa pero muy clara, a poner fin a los muchos obstáculos con los que hombres de Iglesia seguían paralizando la marcha hacia adelante del Proceso de Beatificación y de Canonización del Padre Pío. De hecho, al Alcalde San Giovanni Rotondo que, en el aeropuerto militar de Améndola, acompañó al Papa hasta la escalerilla del avión y que le preguntó: “Santidad, cuando va a hacer Santo al Padre Pío”, le respondió: “E che sono venuto a fare?”: “¿Y qué he venido a hacer?”.

Pasando a los últimos acontecimientos, fue muy fácil percibir, en las palabras de las homilías y sobre todo en su rostro, la profunda satisfacción de Juan Pablo II al beatificar al Padre Pío el día 2 de mayo de 1999 y al canonizarlo el día 16 de junio del 2002. Las seis peticiones que, en la homilía de la Canonización, dirigió al “Humilde y amado Padre Pío”, en las que además sintetizó lo más llamativo de la santidad del Fraile capuchino, expresan muy bien la comunión espiritual profunda de Juan Pablo II con el Santo de Pietrelcina. Peticiones que hoy, después de haber sido declarado Beato, podemos dirigir con toda razón a Juan Pablo II, porque su contenido también él lo ha vivido de forma heroica y constante. ¿Sería aventurado decir que nunca le ha faltado al Sacerdote, al Obispo, al Cardenal, al Papa polaco la ayuda paternal del Padre Pío, primero como oración suplicante por él hasta el 23 de septiembre de 1968, y desde esa fecha como protección poderosa desde el cielo? Seguro que no, pues la comunión espiritual profunda que comenzó entre Karol Wojtyla y el Padre Pío de Pietrelcina en “el atardecer de un día de abril” del  año 1948 no puede romperse jamás.

Éstas son las peticiones que Juan Pablo II dirigió al Padre Pío y que desde hoy podríamos elevar al nuevo Beato:
“«Humilde y amado Padre Pío (Juan Pablo II):
Enséñanos también a nosotros, te lo pedimos, la humildad de corazón, para ser considerados entre los pequeños del Evangelio, a los que el Padre prometió revelar los misterios de su Reino.
Ayúdanos a orar sin cansarnos jamás, con la certeza de que Dios conoce lo que necesitamos antes de que se lo pidamos.
Alcánzanos una mirada de fe capaz de reconocer prontamente en los pobres y en los que sufren el rostro mismo de Jesús.
Sostennos en la hora de la lucha y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del perdón.
Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y Madre nuestra.
Acompáñanos en la peregrinación terrena hacia la patria feliz, a donde esperamos llegar también nosotros para contemplar eternamente la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

por FRAY ELIAS CABODEVILLA GARDE

lunes, 9 de octubre de 2017

YO , TESTIGO DE PADRE PIO. por Fr. Modestino, Capuchino

VERDADERO HIJO DEL POVERELLO
El Padre Pío nació en absoluta pobreza, en una pequeña habitación de 13 metros cuadrados, situada al final de un callejón del barrio Castello. Sus tiernos miembros no fueron colocados sobre suave lana, sino sobre un ruidoso jergón de hojas de maíz. La habitación era iluminada por una lámpara de petróleo y por un candil de terracota lleno de aceite de oliva en cuya superficie flotaba una tenue mecha.
El ambiente en que vivió fue también pobre, tanto en el pueblo, como en Piana Romana y también en el convento.
 Él era feliz de este su estado, que le permitía imitar más fácilmente al "Poverello" de Asís.
 Cuando, por razones de salud, los superiores quisieron instalar en su celda un termosifón, se opuso con todas sus fuerzas diciendo: «¡si me viera el seráfico padre San Francisco!». Se debió recurrir al precepto de obediencia para hacer la instalación de la calefacción, necesaria por sus condiciones de salud. Sólo por obediencia doblegó su voluntad a las órdenes recibidas.
 Sus manos fueron como un gran canal. Por ellas pasó tan dinero, tanta providencia, pero nada se le quedó pegado a ellas.
 Una de las señales más evidentes de su pobreza conventual fue seguramente el alimento. El Padre Pío comía poco, casi nada. Y no sólo por espíritu de mortificación, sino también para experimentar el sabor de la pobreza franciscana.
Entre los alimentos prefería los más sencillos y comunes, los de las personas pobres. Si alguna vez comía algo especial, lo hacía sólo por obediencia. Decir que el Padre Pío "comía" es una exageración. Sería más exacto decir que el Padre Pío "no comía".
 Como fraile, muchas veces he tenido la suerte de llevarle los alimentos a su celda, cuando estaba enfermo.
 Una vez, el padre Honorato, su asistente, insistía para hacerle comer algo. El Padre Pío   no exagero   comió cuanto podría bastar a un pajarito y dijo: «Hágame la caridad de no forzarme. He cumplido la obediencia de comer y he comido». Entonces retiré los platos y consumí yo el contenido.
 Nunca se le prepararon alimentos espe¬ciales. Raramente tomaba carne o pan. A la cena le gustaba un poco de vino, esperando así poder reposar. Cuando, enfermo, por obediencia era obligado a tomar algún alimento particular, su comida se transformaba en auténtica mortificación.
 En 1959 el Padre Pío estuvo gravemente enfermo, incluso en peligro de muerte. Para darle fuerzas todos los días le llevaban de la clínica una taza de caldo de gallina. Un día estaba yo en la celda cuando le llevaron dicha taza. Ya en otras ocasiones yo había consumido lo que el Padre dejaba, por lo que, también en aquella ocasión, pensé para mis adentros: "si el Padre Pío deja un poco, yo lo tomo de buena gana". El Padre Pío tomó la mitad de la taza y, en dialecto, me dijo: «toma, paisano, termina tú el caldo».
Le di las gracias, pero apenas acerqué la taza a los labios y comencé a beber, me vinieron ataques de náusea y de vómito; así de malo era aquel caldo. Quizá porque era demasiado cargado o porque contenía medicinas. De todos modos me lo bebí de un trago, pero sin poder evitar un gesto de disgusto. El Padre Pío se dio cuenta y, con aire de broma, me dijo: «¡Qué, paisano! ¿No te gus-ta?... ¿Y yo que debo hacer esta mortificación todos los días?...». Al día siguiente me ofreció de nuevo media taza de aquel caldo, pero, excusándome con él, lo rechacé admitiendo que yo no era capaz de consumirlo.
 Después le pregunté: Padre, ¿pero usted lo toma de buena gana este caldo de gallina?». Respondió: «Es la mayor mortificación que me impone la obediencia. La verdad es que no me gusta nada». Lo hice saber y, desde aquel día, dejaron de llevárselo.
 En el refectorio, el Padre Pío hacía casi siempre sólo acto de presencia. Llegaba frecuentemente con retraso, ya que, a lo largo del pasillo, lo entretenían ya para un consejo, ya por una bendición.
Entraba con la sonrisa en los labios y después de saludar al superior y a los demás frailes, daba gracias a Dios por tanta providencia y ocupaba su puesto.
Aquella era la ocasión para hacer una hora de "vida común" con los frailes. Respondía a sus preguntas, aprovechando, dentro de la obligada brevedad de las respuestas, para dar lecciones de vida.
 Comía un poco de pasta, un poco de anguila asada o algún pescadito frito. Después, sin hacerse notar, pasaba el resto al hermano que estaba a su lado.
 Un día lo observé a la hora de comer. Terminada su frugal comida, le vi recoger las migas que estaban delante de él en la mesa y, con el índice de la mano derecha se las llevaba a la boca. Parecía que estuviera purificando la patena en el altar.
 Quedé admirado por aquel gesto delicado y gentil, propio de los pobres. Cuando, después de la comida, lo acompañé al balcón, me dijo: «Hijo mío, qué malos somos nosotros, los hombres».
 Pregunté: «¿Por qué, Padre?».
 Respondió: «Porque comemos y bebemos a espaldas de este Dios que hace que no nos falte nada y ni siquiera le damos las gracias».
 ¡Tenía toda la razón!

CONSAGRACIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESUS


Rendido a tus pies, ¡Oh Jesús mío!, considerando las inefables muestras de amor que me has dado y las sublimes lecciones que me enseña, de continuo, tu adorabilísimo Corazón, te pido humildemente, la gracia de conocerte, amarte y servirte como fiel discípulo tuyo.

Para hacerme digno de las mercedes y bendiciones que generoso concedes a los que de veras te conocen, aman y sirven. Mira que soy muy pobre ¡oh dulcísimo Jesús! y necesito de vos como el mendigo de la limosna que el rico le ha de dar, mira que soy muy rudo ¡oh Soberano maestro!, y necesito de tus divinas enseñanzas para luz y guía de mi ignorancia.

Mira que soy muy débil, ¡oh Poderoso amparo de los débiles ! y caigo a cada paso, y necesito apoyarme en vos para no desfallecer. Sé todo para mí, Sagrado Corazón: Socorro de mis miserias, lumbre de mis ojos, báculo de mis pasos, remedio de mis males, auxilio en toda necesidad.

Tú me alentaste y convidaste cuando con tan tiernos acentos dijiste, repetidas veces en tu Evangelio: “Venid a Mí, aprended de Mí, pedid, llamad…” a las puertas de tu corazón vengo hoy, y llamo, pido y espero. Del mío te hago ¡oh Señor! Firme, formal y decidida entrega: tomalo vos, y dame en cambio lo que sabes me ha de hacer feliz en la tierra y dichoso en la eternidad.

Amén