La alegría es “el gigantesco secreto del cristiano” (Chesterton); a cada cristiano Dios le da el poder de hacer de manera que quienquiera que lo vea –es un pensamiento de Claudel- sienta deseos de cantar, como si le indicaran en voz baja el tono… No obstante, el bosque de sauces llorones es denso; es más fácil ver un ángel que descubrir entre los cristianos una cara alegre. La “buena noticia”, dada y propagada por Jesús, no parece causar mayor alegría; muchos son los rostros tensos y las arrugas precoces. “¿Dónde carambas escondéis vuestra alegría? –pregunta Bernanos-. Al veros vivir como vivís, es increíble que a vos y sólo a vos se haya prometido la alegría del Señor”.
¿Quién sabrá nunca a cuántos cristianos Dios recriminará su tristeza? Entretanto, no deberían estar tristes mas que de una sola tristeza: la de no ser santos.
Tal deformación ha infectado también a ciertos hagiógrafos que a veces nos afligen con biografías de santos taciturnos, enfadados, mientras que al contrario ellos recuerdan que Dios “nos ha creado en el amor para que vivamos en la alegría” y están contentos siempre y de todo, porque nuestra alegría es Alguien y no algo; son felices además de ser…santos, “no porque su santidad –observa Merton- los vuelva admirables ante los demás, sino porque el don de la santidad hace que ellos puedan admirar a los demás. El don les confiere una visión que puede encontrar el bien en los delincuentes más terribles”.
Un aspecto particular de la alegría es el buen humor. ¿Acaso tiene lugar no sólo en la vida de un cristiano sino hasta en la de un santo? Como adecuada introducción, que anticipa la respuesta afirmativa, transcribimos directamente la oración que un santo elevaba al cielo para obtener el don del buen humor: “Señor, dame una buena digestión y también algo que digerir. Dame la salud del cuerpo con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que haga tesoro de aquello que es bueno y puro, a fin de que no se asuste a la vista del pecado sino que encuentre, en su presencia, la manera para poner las cosas de nuevo en su lugar. Dame un alma que no conozca el tedio, el rezongo, los suspiros y los lamentos, y no permitas que me aflija excesivamente por esa cosa tan entrometida que se llama ‘ego’. Señor, dame el sentido del ridículo. Concédeme la gracia de entender una broma, para que conozca, en la vida, un poco de alegría y pueda compartirla también con los demás. Amén” (Tomás Moro).
Intentar una definición del “humorismo” (en el sentido del “humor” inglés) es muy difícil, y más aún –está escrito- es en vano el esfuerzo por restringir esta palabra en los límites de una definición. Más allá de la risa, más multiforme y menos circunscrito que eso; variable según las costumbres, las mentalidades y las culturas de una época; expresado en maneras, formas y circunstancias infinitamente diversas una de otra, el humorismo manifiesta siempre una disposición eminentemente personal del espíritu humano, y por consiguiente podemos decir que esto es “capacidad de evidenciar y representar lo ridículo de las cosas, en cuanto no implique una posición hostil o puramente divertida, sino la intervención de una inteligencia perspicaz y pensativa y a menudo indulgente simpatía humana” (Devoto G. –Oli G. C.).
Esto y más entendemos, al referirnos al humorismo y buen humor del Padre Pío: el regocijo, la alegría, la jocundidad, la ocurrencia juguetona y aguda, placentera, alusiva y punzante, pero no hasta el punto de convertirse en ironía.
El padre es un dador risueño, sirve a Dios y lo sirve con alegría, con risa inocente y sana que le viene del corazón puro, posee aquella alegría “sagrada” que tiene en Dios su punto de referencia.
Resulta admirable su desenvoltura, con la que generalmente llevó el peso de su ascesis inimitable y de sus cruces, las que Dios y los hombres cargaban sobre sus espaldas; y uno de los aspectos “proverbiales eran sus ‘salidas’ divertidas, las ocurrencias del espíritu, los chistes, brotados en pleno discurso, ora para aclarar de golpe cualquier impresión que pudiese haber dado de victimismo, ora para aligerar el efecto cortante de indirectas, que usualmente eran leccioncitas muy certeras” (Mondrone D., art. cit., p. 147).
“Formidable” conversador, “vivaz” y “brillante” –lo juzga otro hombre de letras –que posee y usa todas las argucias psicológicas para encadenar a su auditorio; en el diálogo directo difícilmente se le pone en dificultades, incluso si se trata de comprometerlo con problemas científicos, ajenos a su experiencia. “En un brete es capaz de recurrir a una ‘salida’ de indudable efecto demagógico para resultar victorioso. Si esto no bastase, desconcierta al interlocutor adversario con salidas aparentemente bizarras y frases irónicas que impiden alcanzar conclusiones. Luego recurre también a la mímica (…). Posee indiscutibles dotes de actor que un oyente inteligente y desencantado no puede dejar de apreciar. Pero por encima de todo está su gran carga de humorismo que a nadie se le escapa” (8).
(8) Cf. BEDESCHI L. Il suo umorismo, en Cinquant’anni di sacerdocio (10 agosto 1910- 10 agosto 1960), editado por la Casa Sollievo de la Sofferenza, Foggia 1960, p. 90.
Si durante las conversaciones con los amigos –que el Padre Pío se permite luego de las fatigas del confesionario- la presencia de alguna persona desconocida enfría el recreo, él mismo considera recomponer la atmósfera de abierta cordialidad y la serenidad, la reposada “diversión” continúa con los nervios distendidos, y en descanso y gozo del alma.
Se “divertía” y divertía, en el sentido preciso etimológico de la palabra, desviando la tensión del ánimo y del cuerpo de las actividades habituales, para disfrutar una pausa de calma y de reposo en las breves alegrías intercaladas en el ministerio; se “relajaba” (“relaxare”: aflojar, que se refiere a distención), participando siempre y con gusto en los recreos de la comunidad religiosa, sin olvidar que la amable y fraterna conversación es también caridad y la caridad “es siempre preciosa”.
De su inagotable repertorio sacaba las historias “más inconcebibles y originales”, relatando con “memorable desenvoltura”, como para dar envidia al más brillante narrador. Conocía y sabía usar la agradable virtud de la “eutrapelia”: ni tanto ni tan poco, chispeante y cortés, comprometido hombre de Dios, que transfigura alma y cuerpo en paz y alegría.
Incluso escogiendo la flor y nata, falta lo mejor: su voz viva.
Cuando era estudiante, con una toalla y un cráneo puso en aterradora fuga a un compañero suyo, reduciéndolo al estertor por el miedo. Llamado a las armas, también él tuvo sus aventuras militares. En una mañanita de lluvia “le tocó ir no sé a donde. Nuestro soldado se armó valerosamente de un paraguas y marchó, bien arreglado, hacia la Plaza Plebiscito. ‘¡Hey, soldado!’. Pero el soldado seguía de frente como si no hubiese escuchado. ‘¡Eh! ¡Recórcholis, os hablo a vos, soldado!’. Era un coronel quien precisamente se impacientaba. Consideré conveniente regresar. ‘¿Qué novedad es ésta?’, gritó el coronel bajo el agua que lo ensopaba. ‘¡Un soldado con paraguas! ¿Está loco?’. Me convenía hacerme el tonto –recuerda en este punto el Padre Pío con una sonrisa astuta- y le ofrecí mi paraguas: ‘Si el señor coronel se quiere arreglar, lo acompaño…’. El coronel entendió que tenía que vérselas con un recluta aturdido y con un gesto de desprecio me volvió la espalda y me dejó ahí con mi paraguas en la mano”.
Un recluta simplón es psicológicamente preparado para una inminente visita del Rey. El sargento sabía que, generalmente, los coloquios entre el Rey y los reclutas no se salían del siguiente formulario: 1. pregunta: “¿Cuántos años tiene?”, respuesta: “Veintidós”; 2. pregunta: “¿Cuántos años de servicio tiene?”, respuesta: “Dos”; 3. pregunta: “¿A quién sirve con mayor gusto, al Rey o a la Patria?”, respuesta: “Uno y otro”. Y sobre esta pauta el sargento instruye pacientemente al soldado raso, que luego de muchos esfuerzos, aprende la lección.
Finalmente llega el Rey. Pasa revista al regimiento y pregunta, como estaba previsto. Las preguntas son las mismas, pero se invierte el orden: Y entonces: 1. pregunta: “¿Cuántos años de servicio tiene?”, respuesta: “Veintidós”; 2. pregunta: “¿Cuántos años tiene?”, respuesta: “Dos”. El sargento suda frío y el Rey, impacientado, exclama: “¡O tú eres tonto o lo soy yo!”. El soldado que sabe la lección de memoria responde con la réplica del punto 3: “Uno y otro, majestad”.
El tipo de chiste preferido por el Padre Pío es aquel por categoría; con frecuencia une los acostumbrados abogados a los médicos, bromeando sobre su mala fama, cordialmente anteponiendo: “Es para reírnos”. Un día, pues, un Papa es llamado a resolver un delicado problema de “precedencias” en las procesiones. Los abogados quieren estar delante de los médicos, y los médicos delante de los abogados.
El Pontífice salomónicamente arregla los procedimientos para los séquitos de los implicados. Y sentencia: “Praecedant carnifices, sequantur latrones: adelante los médicos y detrás los abogados…”.
Un día el Padre Pío, rodeado de un grupito, distingue a dos médicos que se acercan y él, rápido, pregunta: “¿Sabéis como está un enfermo entre dos médicos? ¡Como un ratón entre dos gatos!...”.
Y por picar a los “togados”: “¿Sabéis por qué San Ivone es el único abogado que ha entrado en el Paraíso? Ahora os explico” y comienza con vivacidad y riqueza de pormenores.
Para contar el cuentito del borracho, se levanta de la poltrona de mimbre y remeda al personaje: “¿Por qué, oh, Señor –decía el borracho que había visto sobre el muro caminar un ciempiés- a este animalito le diste cien patas, y a mí que no logro mantener el equilibrio sólo dos?”.
Usualmente no cuenta sólo por contar, sino que utiliza el tiempo de recreo, sirviéndose de bromas con tema didáctico y moral, que se insertan en la conversación como respuesta a éste o aquél interlocutor. Para inducir, por ejemplo, a uno de éstos a dejar S. Giovanni Rotondo y regresar a su ciudad natal para reemprender el trabajo habitual, narra cómo Cristo junto con los apóstoles había arrendado un campo de trigo para la siega. “La tarde del primer día no habían cortado ni un solo manojo porque Jesús en vez de poner a trabajar a los Apóstoles los había entretenido dialogando. Reprendido por el dueño del campo, Jesús hizo un gesto y la extensión de trigo se convirtió en un campo de gavillas apiladas. Al día siguiente, San Pedro quiso imitar al Maestro. Arrendado otro campo, en vez de poner a trabajar a los otros Apóstoles se puso a conversar con ellos bajo los árboles, pero en la tarde ante la furia del dueño inútilmente repite el gesto de Jesús. El milagro no se cumplió. San Pedro es considerado bribón por el dueño e ingenuo por Jesús” (Bedeschi L., art. cit., p. 90).
Se muestra dispuesto a bromear también sobre su propia fe, señal inequívoca –ésta- de quien cree seriamente.
Un día el Señor se paseó por el Paraíso y vio muchos malencarados que para nada debían estar presentes en el lugar lleno de todas las delicias y vacío de todo mal, y el portero del cielo se las vio difícil, hasta que no averiguó que no era falta de vigilancia, sino abundancia de misericordia de la Virgen y de San José.
Moraleja: en primer lugar Dios, centro de nuestra adoración; y luego invocar a los santos, eficaces intercesores celestiales, recurriendo a ellos como a buenos amigos.
Luego de los ámbitos del Cielo, los de la tierra se aceptan y se tratan con modos cordialmente decisos y expeditos.
Campanini y Macario, los dos notables actores cómicos, llegaron a S. Giovanni Rotondo para visitar el santuario de la Virgen de las Gracias y para rendir homenaje al Padre Pío. Apenas los encuentra por los corredores, el Padre Pío exclama: “¡Mira que caras!...”. El señor que los acompaña y los presenta a él, dice: “Padre, los actores decidieron dejar de trabajar con las piernas y comenzar a trabajar con la cabeza”. Y el Padre Pío: “Hagan lo que quieran, lo importante es que sean juiciosos”. Y despidiéndose, con tono risueño añade: “Seguid siendo irreverentes; nunca habéis andado con tantas formalidades. Cambiad rápido o de otro modo os corro”.
A quien se dice o se cree “jovenzuelo” le da una demostración práctica de cómo el verdadero jovenzuelo es él, desafiándolo a seguirle el paso incluso en subida. Regresaba de la sacristía luego de las confesiones de los hombres, por el lado del claustro y, volviéndose hacia el joven padre sacristán, que lo acompañaba: “¡Estos jóvenes –dice- no sirven para nada! Mira cómo se sube”. Y así diciendo subió los escalones de dos en dos, sin que el padre sacristán pudiera seguirle el paso. Llegado al primer rellano vio a unas personas y –con mucha sencillez- exclamó, poniéndose la mano sobre la boca: “¡Virgen santa!...”.
La explosión de alegría, así manifiesta, nos trae a la mente lo que Chesterton dice de San Francisco de Asís: “El sentido del humor es la sal de cada travesura”.
El Padre Pío no estaba precisamente necesitado de dirigir al Señor la plegaria de Santa Teresa, que temía más a una religiosa descontenta que a una banda de demonios: “Líbrame, oh Señor, de las devociones tontas y de los santos de cara rancia”.
El Padre Pío sabía que el “dador alegre” no sólo agrada a Dios sino también a los hombres; que no es de buen cristiano hacerle la vida al prójimo más gravosa de cuanto lo sea ya, agobiándolo con nuestro humor negro; por consiguiente, lleno el corazón de la alegría que Dios ama –“la alegría, cuando es fruto de la serenidad y del gozo, tiene su casa en el corazón del cristiano, y su espejo en su rostro” (Don Giuseppe De Luca)- se muestra abierto, amable y contento con todos aquellos que encuentra sobre su ruta para sostenerlos y ayudarlos continuamente con su presencia. Y también en esto el Padre Pío está en perfecta armonía con el espíritu de su seráfico padre Francisco de Asís.
Así su humorismo se vuelve también apostolado y no queda sólo en simple distracción y reposo: su alma santa no se asusta ante el pecado, sino que encuentra el camino “para poner de nuevo las cosas en su lugar”.
En sus manos el buen humor, la salida divertida, la humorada, no es sólo distracción y arma espiritual, sino también defensa contra los curiosos e inoportunos: “Entre una sonrisa y un chiste os esconde su secreto, de manera que muchos viven junto a él sin intuir nada, y algunos sin entender ni siquiera su bondad y el heroísmo de su virtud. Dice las cosas más graves con una simpleza llena de naturalidad, que os hace aceptar lo sobrenatural sin que os deis cuenta. Él está entre dos vidas, sonriendo al dialogar con los seres de dos mundos”.
Sólo rarísimas veces responde a preguntas precisas: “Padre ¿qué os aplicáis en las manos, que están tan perfumadas?” “Pues nada, hijito…”. “Padre ¿vuestras heridas os causan mucho malestar?” “¿Y qué crees, que el Señor me las dio de broma?”. “Padre, hace ya un tiempo que no huelo vuestro perfume…” “Estás aquí conmigo y no te es necesario”.
Usualmente, habilísimo, utiliza otra manera para esconder los dones de los que Dios lo ha colmado. A quien le dice lleno de admiración. “¿Por qué yo no amo a Jesús como tú?”, él responde. “¿Y por qué yo no lo amo como tú?”.
Al pasar del confesionario de las mujeres al altar, y viendo precipitarse sobre él a los devotos, coge como espada liberadora el cíngulo y con voz imperiosa, bajo la forma de sugestiva cordialidad: “¡Achis! Hoy aquí hay revolución –dice-, oh, hay un campo de minas”; con los pecadores que no entienden o que excusan su estado diciéndose, no obstante sus sarros, básicamente buenos, usa los modales “ásperos y fieros”; “Sí, eres bueno, bueno como el puchero”; a un místico un poco trastornado que estaba seguro de tener los estigmas, le dice: “Esperemos que no, de otro modo habrían comenzado tus calamidades”, y al célebre abogado Cassinelli que lo envestía con su vehemencia oratoria, lo interrumpe bruscamente: “¡Oye! –le dice- eres muy complicado para mi carácter, hijito…”. “¿Este gran viaje para verme?” dice, maravillado, al importante periodista Orio Vergano, que quería entrevistarlo para el “Correo de la Tarde”. “¿No tenéis en casa un libro de oraciones? Os pudisteis ahorrar el viaje. Dios os bendiga. Un Ave María vale más que un viaje, hijo mío”.
Durante la visita del ex presidente de la República, Antonio Segni (22 nov. 1959) el ilustre huésped presentaba a su comitiva, comenzando por el honorable Russo. En la sala eran muchos, pero silencio y veneración circundaban al Padre Pío, que sale de su recogimiento con una de las suyas: “Excelencia ¿por qué me trajo un solo ‘ruso’? ¡Tráigame muchos!”.
Con una carcajada general se rompe el gran silencio, parecía un encuentro de viejos y festivos amigos, el tiempo de la entrevista pasó velozmente y el Padre Pío regresó al silencio conventual luego de haber extendido a su alrededor una cortina de niebla para defenderse de honores y alabanzas que se le tributaban sinceramente.
He aquí cómo relata un milagro sucedido casi de broma, marcado por la frase dialectal “te’ros’ch’: toma, roe”. Un día durante un recreo ameno y gracioso, a quemarropa le preguntaron: “Padre espiritual, ¿habéis hecho algún milagro?”. Agarrado así desprevenido, con una sonrisa respondió: “Sí, una vez, y casi de broma”.ma a quien yo iba a visitar con cierta regularidad. La pobrecita, por gratitud, cada vez que yo me despedía, me rogaba que la próxima vez le llevara algo de comer que hubiera estado sobre mi mesa. Un día, luego de haber comido, mientras ordenaba los cubiertos en el cajón, noté en el fondo de éste un ‘propato’ (biscocho durísimo) que debía estar ahí desde hacía mucho.
Me lo metí en el bolsillo y fui a visitar a la enferma. Al entrar en la casa, antes que ella respondiese a mi saludo, dije casi con bromista ironía: ‘Te’ ros’ch’’, dándole el biscocho. ¿Lo creeréis? Cuando regresé a verla en la siguiente ocasión, la encontré esperándome de pie y me agradecía, porque había sanado luego de comerse el ‘propato’. Y me dejó con palmo de narices”.
Leal, abierto, cordial, con sus salidas chispeantes a menudo daba la vuelta a situaciones embarazosas en su ocurrente lenguaje vernáculo, que le fluía de los labios incluso en momentos solemnes y que no paraba ni siquiera ante… ¡la muerte!
Su piedad se funde con un corazón ligero y contento: donde hay mucha fe –está escrito- habrá también muchísima risa (“es siempre primavera en el corazón que ama Dios”, dice el cura de Ars –y hablaba por experiencia personal). Risa condimentada con aquella “sal de la vida” que se llama humorismo: “Padre espiritual, ¿por qué ayer en la tarde durante la prédica sobre la muerte, dada por el padre ejercitador, usted reía?”.
“¿Y qué iba a hacer? No me pude contener: ¡ciertos predicadores te hacen reír incluso ante la muerte! …”.
Durante un temporal un hermano que está con el Padre Pío en el corredor del convento de S. Giovanni Rotondo, asustado por los relámpagos, que son frecuentes por la presencia de la cabina eléctrica situada en una habitación, dice: “Padre espiritual, por lo menos alejémonos de la cabina. Ayer por un rayo se murieron diez personas”. Y él, rápido: “Nosotros no corremos este peligro: sólo somos dos”.
La santa doctora de la Iglesia, Teresa de Ávila, dirigía la siguiente observación al fraile Juan de la Miseria, que le había pintado un retrato: “Dios te perdone, hermano Juan, porque me hiciste fea y legañosa”.
No sabemos si el Padre Pío deba lamentarse también de algún hermano Juan de la Miseria (señalaba, en cambio, que lo vendían muy…barato, cuando oyó a un chiquitillo sobre el atrio que voceaba: “El Padre Pío por dos centavos…” ofreciendo la foto a los peregrinos), pero es cierto que él no es ni feo ni legañoso y tampoco trompudo: es “muy bello” (al mensaje arrebatado de una mujer: “¡Padre feo y malo!”, el Padre Pío le contesta: “¡Malo, sí! ¡Pero feo, no, porque Dios me hizo bello!”), sus grandes ojos están “llenos de luz”; según la sugerencia de su Fundador deja al demonio la tristeza y al bufón le dice que siga haciendo el bufón; y sobre semejante línea de conducta recibe la aprobación de un filósofo santo: “Etiam officium histrionum, quod ordinatur ad officium hominibus exhibendum, no est secundum se illicitum” (Incluso el papel de comediante, cuando se trata de ejercerlo ante los demás, no es en sí mismo ilícito) obtiene la sonrisa de la Virgen y un aplauso del Niño Jesús: “Carlo Campanini va con el Padre Pío: ‘Padre, ¿cómo puedo preciarme de ser de vuestra familia espiritual, si cada tarde debo empastarme la cara y siempre hacer el bufón en el escenario?’
El Padre Pío sonríe: ‘Hijo, en este mundo cada quien hace el bufón en el lugar que Dios le asignó’. Basta anteponer a Dios y cada cosa regresa a su lugar (…). Hubo un saltimbanqui que se hizo monje y puesto que era de veras ignorante no lograba aprender los cantos y las oraciones de los hermanos. Entonces, cuando la iglesia estaba desierta, el fraile saltimbanqui se exhibía ante la estatua de Nuestra Señora, demostrando sus únicas habilidades: saltos, cabriolas, volteretas. Fue grande el escándalo en el convento cuando se supo el episodio. Y una bella mañana el padre guardián se escondió detrás de una columna para sorprender al hermano saltimbanqui. ¡Cuál no sería la sorpresa del padre guardián cuando vio a la Virgen santa sonreír desde su estatua y al Niño Jesús agitar las manitas complacido por las proezas del maromero en hábito gris! Ahí lo tienes: el fraile más ignorante de la comunidad ofrecía a la Reina del cielo la flor de sus cualidades: y ella aceptaba con alegría. Porque aquel fraile había escogido bien su lugar. Nos atreveremos a decir con el Padre Pío: ‘hacía bien el ‘bufón’ en el puesto que Dios le había asignado’. ¡Oh, aquella maravillosa ‘bufonería’ de Francisco de Asís y de San Juan Bosco! Señor, dadnos un poco; sólo un poco. ¡Tenemos mucha necesidad de ello para ayudar al Padre Pío a terminar su grandiosa obra!” (9).
(9) GIGLIOZZI G., Ognuno al suo posto, en La Casa Sollievo Della Sofferenza 8 (1-31 julio 1957) 1.-Sobre la alegría cristiana, cf., la exhortación apostólica de su santidad Paulo VI del 9 de mayo de 1975.
¿Quién piensa, entonces, que las Florecillas de San Francisco sean una extravagante rareza? Se repiten, se renuevan en multiformes gradaciones e intensidad, según las exigencias de los tiempos.
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