Un hombre de Dios al servicio de los hombres

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YO, TESTIGO DEL PADRE PÍO, de Fr. Modestino


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MI PRIMER ENCUENTRO CON EL PADRE

He nacido en Pietrelcina el 17 de abril de 1917 y, por ello, puedo definirme con orgullo, pero también con grande responsabilidad, paisano del Padre Pío.
Durante mis primeros veinte años de vida no he tenido nunca la oportunidad y el correspondiente gozo de conocer personalmente al Padre Pío, de quien había oído hablar siempre como de «nuestro santito».
Desde la infancia, yo había escuchado con particular atención la narración de hechos prodigiosos atribuidos al «fraile santo», contados de viva voz por mi madre quien además de coetánea del Padre, había sido vecina de la familia Forgione. Las respectivas casas estaban separadas por un pequeño callejón, de modo que ella había podido observar 1a reserva excepcional y el espíritu de oración de Francisco (nombre de bautismo del Padre Pío). Le había visto «siempre con el rosario en la mano».
También en el campo, las respectivas propiedades de las familias Fucci y Forgione confinaban la una con la otra. Mi madre contaba con frecuencia cómo de pequeño, el Padre Pío, en el pueblo, rehusaba tomar parte en los juegos de los demás muchachos y, en el campo, evitaba apacentar las ovejas junto a ella, que inocentemente ofrecía y pedía un poco de compañía.
Recordaba también cómo, joven sacerdote, se detenía a la puerta de nuestra casa donde de buena gana pasaba un rato to¬mando en brazos a mi hermano Antonio, recién nacido.
A las narraciones de mi madre se añadían las de mi padre, que hablaba de las virtudes y de los dones del Padre Pío cuan¬do, al caer la tarde y terminado el trabajo en el campo, se dedicaba conmigo al cuidado de nuestro pequeño rebaño.
En la escuela nocturna donde yo estudiaba, tuve la fortuna de tener el mismo maestro del Padre Pío, Angelo Cáccavo, quien con frecuencia atraía nuestra atención con referencias a hechos que se referían a la figura de su extraordinario alumno de otros tiempos.
En el pueblo todos hablaban del Padre Pío con una admiración tal, que inevitablemente nacía en mí el deseo ardiente de encontrar por fin al «fraile santo».
Tuve esta gracia en el año 1940, con ocasión de mi llamada al servicio militar. Era el 20 de noviembre y, antes de alistarme, junto con mi madre decidimos ir a San Giovanni Rotondo para pedir su bendición y encomendarnos a sus oraciones.
En Benevento tomamos el tren que nos llevó a Foggia. Al atardecer conseguimos encontrar puesto en un viejo autobús y llegamos a San Giovanni Rotondo cuando el Padre Pío había terminado ya la función vespertina.
Pasamos la noche en una pensión contigua al convento y, al día siguiente, ansiosos de oír «su» misa, fuimos los primeros en llegar a la iglesia.
Ocupé un buen puesto cerca del altar y, apenas vi al Padre, tuve la impresión de que delante de mí pasaba otro Cristo cargado con la cruz, camino del Calvario.
Lo que produjo en mi ánimo una profunda turbación y una conmoción indescriptible fue ver al Padre Pío llorar y sollozar de modo convulso. Había yo oído muchas misas, pero nunca me había sucedido ver llorar a un sacerdote mientras celebraba.
Después de la misa, la confesión. Mi madre, acercándose al confesionario, dijo con desenvoltura: «¡Padre mío, qué lejos te han mandado! Para venir a encontrarte hace falta mucho tiempo». Y el Padre Pío, son¬riendo, respondió: "¡Eh, que tampoco es que tengas que atravesar el mar!».
Animado por aquel intercambio de expresiones confidenciales, esperé mi turno y me arrodillé delante de él para confesarme.
Después de confesar mis pecados, el Padre me fulminó con una mirada que no olvidaré jamás y con un: «¡Eh, muchacho, vete por el camino recto!». Después me dio la absolución.
En aquellas palabras, más que una amonestación, había todo un programa de vida que, desde aquel día, he conseguido comprender cada vez más claramente.
El Padre me había conquistado, pero, sobre todo, había conquistado mi corazón.

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