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viernes, 28 de julio de 2017

Por Leandro Sáez de Ocáriz Capuchino


El milagro de San Pellegrino.

Esta segunda florecilla está tomada de un testigo tan fidedigno como es el padre Rafael de Sant’Elia; la oyó contar repetidas veces al padre Pío y la dejó bellamente descrita en su diario .

Existe un santuario dedicado a San Pellegrino, muy visitado por las gentes de la comarca, situado a veintiséis kilómetros de Pietrelcina, en Altavilla, Avelino.

Determinó el señor Grazio hacer esta peregrinación de penitencia y llevar consigo al pequeño Francisco que tendría entonces unos ocho años de edad. Preparó el señor Grazio el borriquillo; sujetó lo mejor que pudo en los aparejos del borrico a su hijo, a fin de que al dormirse no se cayera, pues el camino era largo. Cargó la alforja con el condumio y el vino generoso, preparados ambos por Mamma Peppa, y, muy temprano, se pusieron en camino.

Cuando llegaron al santuario, ya estaba totalmente ocupado por una multitud abigarrada de gentes que se apretujaban, rezaban, gritaban, lloraban, como es costumbre en estas peregrinaciones de estas tierras meridionales de Italia.

Consiguen padre e hijo, con gran esfuerzo, llegar hasta el altar, donde se veneraba el cuerpo del Santo. El señor Grazio despachó con fervor y pronto sus peticiones e hizo señal a Francisco de que era ya hora de salir, pero el pequeño tenía sus ojos fijos en una escena bien impresionante: entre la gente que gritaba y rezaba, había una pobre madre con un niño en los brazos; era totalmente anormal; más que criatura, parecía aquello un amasijo de carne informe; la madre importunaba al Santo, lloraba, gritaba, hacía mil visajes.

Para el señor Grazio aquello no tenía mayor importancia, en cambio a Francisco se le partía el corazón; veía todo aquello y no comprendía cómo san Pellegrino no hacía de una vez un milagro en favor de aquella pobre mujer, y él también pedía y volvía a pedir al santo esta gracia. Por fin, llega un momento en que aquella madre, movida, parte por la confianza en el santo, parte por la desesperación, toma en alto a la desgraciada criatura y le dice a san Pellegrino:

“Pues, si no quieres curármelo, ¡tómatelo tú!... ¡Llévatelo!... ¡Quédate con él!...”.

Y lo arrojó con furia sobre el altar.

Ante la actitud de aquella madre, se apoderó de la multitud un silencio impresionante que se trocó muy pronto en un grito ensordecedor de alegría, de entusiasmo, de verdadero delirio.

Aquella deformada criatura, en vez de quedar medio muerta por el golpe, se levantó por su pie, sana, alegre, perfectamente curada. No es posible describir el entusiasmo que este acontecimiento despertó entre la gente que llenaba la iglesia y entre los que esperaban pacientemente para entrar desde hacía tiempo.

“¡Milagro!... ¡Milagro!... ¡San Pellegrino ha hecho un milagro!...”.

Sobrevino el delirio más completo.

Mas, para el señor Grazio y para su hijo, el problema se presentaba ahora en cómo salir de entre aquella marea de gente; no podían dar un paso; se quedaron un gran rato a merced de la marea de la muchedumbre que les privaba de toda clase de movimientos.

Cuando el padre Pío contaba a lo largo de su vida este hecho, se reía y se impresionaba de tal forma que le saltaban las lágrimas.

Y el narrador que nos relata el caso, termina advirtiendo que aquel hecho era

“como el preanuncio de tantas cosas misteriosas como, al correr de los años, realizaría la omnipotencia divina por obra e intercesión del más ilustre de los hijos de Pietrelcina”.

Pero, en aquel momento, nadie se acordaba de Francisco Forgione, el futuro padre Pío, más que su padre; éste reprendía y hasta pegaba suavemente al pequeño porque él, con su retraso, fue la causa de que no hubieran salido a tiempo de la iglesia y de que no hubieran podido evitar aquel barullo en el que se encontraban.

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