Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Paz a sus almas. Los asista el Espíritu Santo con renovadas fuerzas. El poder de Dios suscite ardor de fe en todos ustedes, al celebrarse una vez más la Santa Pascua.
No sabemos cómo celebraba la Pascua el Padre Pío. Al menos, no tenemos detalles, ni conocemos lo que le acontecía en el fuero íntimo de su corazón. Eso ha quedado resguardado en el secreto de Dios.
Pero podemos presuponer que, para el estigmatizado del Gargano, hubo de ser una ocasión magna para penetrar en los Misterios de la Salvación. Un tiempo sublime para adentrarse con la agudeza de la fe y el fuego de la caridad, en la Pasión, Muerte, y Resurrección del divino Jesucristo, Señor Nuestro.
El Padre Pío, que consideraba cuánto debía trabajar para alcanzar la corona de gloria, solía decir que antes de hablar de flores y gemas, que son los méritos y virtudes que adornan esa corona, aún él no había logrado construir el armazón de dicha corona.
Veamos en esta humildad de nuestro Santo, la mejor substancia para transitar el camino a la Pascua. La Pascua litúrgica, y la última y definitiva Pascua de nuestras vidas.
“Con los ojos fijos en Jesús”, diría el Apóstol.
La humildad en San Pío echaba raíces en la Cruz de Jesús. Su asirse a la Cruz, tanto lo fortalecía, como le traía los perfumes del Cielo. Porque la Cruz de Cristo es siempre Cruz Pascual. Cruz animadora de liberación, cara de una moneda que no puede separarse de su reverso: la Resurrección.
¿Miraría sus estigmas, cada Viernes Santo, confundido por tan grande don? ¿Llamaría a la Virgen para ser animado a una entrega mayor de sí mismo? ¿Hablaría con su ángel acerca de los más nimios detalles de la agonía en el Huerto, el Juicio, la dulzura de la Verónica, los clavos, o la flagelación? ¿Su alma mística habrá recibido la visita del mismo Señor para ser anoticiado sobre la luz que bañó el Cenáculo cuando se apareció Resucitado a los apóstoles?
Dios fue correspondiéndole más y más a San Pío. Y fue a la medida de su entrega. “Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará lo que cree tener”, dice el Señor.
¡Pero cuánta humildad se necesita para entregarse sin reservas! Sin guardarse esto o aquello. Este afecto, esta cosilla, este gusto, este tiempo.
Anonadarse. Saberse y hacerse nada, para que Dios sea todo.
Humildad. Abajarse. Despojarse de los deseos de hacernos a nosotros mismos. De construirnos al margen de Dios.
Creo que vivir en presencia de Dios favorece la humildad.
Así, leemos que Dios le dijo a Abraham: “Camina en mi presencia y sé irreprochable”. San Bernardo enseñaba: “Nunca se olvida Dios de nosotros, razón será que nosotros procuremos no olvidarnos nunca de él”.
El humilde pareciera que no se sale de la Presencia de Dios, y abreva en la meditación en la Pasión de Cristo cuando ora. Es de allí de donde saca toda su sabiduría y verdadera paz.
El Padre Pío consideraba su indignidad y miseria, inadvertido de sus virtudes. No las veía. Más bien se lanzaba a amar a Dios con mayor fuerza, ya que había puesto sus ojos en él, en él que se consideraba deforme, y que en carta a una hija espiritual llegó a escribir: “¡He sido en esto peor que Lucifer! Sé que nadie en este mundo es inmaculado ante el Señor, pero mi inmundicia, hermana mía, no hay quien se le asemeje”.
De la auténtica humildad surgen flores y frutos. Suavidades y fuerzas santas. Agudezas para comprender los misterios de la Salvación, y fuegos para amar hasta el martirio.
Siendo fiel en lo poco es como se llega a ser fiel en lo mucho...
El Padre Pío vendrá en nuestra ayuda para esta Pascua. Somos sus devotos. Y estamos unidos, porque la comunión de los santos es la Iglesia, y como Iglesia, todos, aunque en grado y modo diferente, participamos en el mismo amor de Dios. Los que están en el Cielo viven más íntimamente unidos con Cristo y no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Su solicitud fraterna ayuda mucho a nuestra debilidad. Y San Pío nos conoce en Cristo.
Santa Teresita decía: ”Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la tierra”.
El Padre Pío podría haber pensado o dicho: “Seguiré guiando las almas, las seguiré conduciendo a la Gloria, a la perfección, a la Salvación, como un padre, como lo que soy: sacerdote para siempre”.
La Cruz de Cristo era su contemplación continua, el Crucificado era su amigo y confidente. Su oración lo silenciaba ante la cátedra del Gólgota, o lo movía por aquella vía dolorosa, que será siempre también la vía del amor más sublime, del más perfecto amor, del amor más grande, el amor del Dios vivo y verdadero, que hecho hombre se entregó por los hombres hasta el extremo.
Los bendigo con amor.
Sea la paz en sus almas.
¡Feliz Pascua!
Padre Gustavo Seivane
Siervo inútil del Señor. Indigno devoto de San Pío
Domingo de Ramos del año del Señor 2017
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