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jueves, 5 de mayo de 2016
La Misericordia de Dios en el Padre Pio, por Gerardo di Flumeri
Por lo que yo sé, el Padre Pío ejercitó el amor y la misericordia con todos, no hizo excepción alguna. Hasta él llegaron centenares y millares, quizás millones, de fieles de todas las clases sociales, y él a todos acogió con la misma sonrisa, con la misma amabilidad, con la misma disponibilidad para escucharlos.
Con todo, en su prolongado ministerio sacerdotal, él tuvo, como Jesús, tres preferencias: los habitantes de San Giovanni Rotondo, los enfermos y los pecadores.
Los habitantes de San Giovanni Rotondo. Como es sabido, el 7 de enero de 1950, para poner orden entre la gran multitud de personas que quería confesarse con el Padre Pío, se comenzó con el sistema de la prenotación. Las mujeres, y después también los hombres, para poder confesarse con el Padre Pío, tenían que apuntarse primero. En su mayor parte, las mujeres que se confesaban habían nacido o residían desde tiempo atrás en San Giovanni Rotondo. Sólo alrededor de una tercera parte eran «forasteras». El trato distinto no era fruto de unos privilegios que nunca existieron, sino expresamente querido por el Padre Pío, que se sentía enviado en primer lugar a los habitantes de San Giovanni Rotondo. Como Jesús, que decía: «Yo he sido enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel» (Mt 15,24) y que ordenaba a los apóstoles: «Id más bien a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 10,6).
Se entiende fácilmente el motivo de estas preferencias del Padre Pío al pedir un trato distinto para sus “paisanas” Entre ellas había muchas almas a las que desde decenios confesaba y dirigía espiritualmente en los caminos del Señor.
El amor del Padre Pío por el pueblo de San Giovanni Rotondo queda reflejado en dos cartas que escribió, en fechas muy cercanas una de la otra, en el turbulento año 1923. El 10 de agosto escribía: «Tengo buenas razones para imaginar mi fatal desenlace, sabiendo sus intenciones de tenerme con ellos si no es vivo al menos muerto» (Epist IV,952). Y el 12 del mismo mes y año prometía a Francisco Morcaldi: «Yo recordaré siempre en mis pobres oraciones a este generoso pueblo, suplicando para él paz y prosperidad, y, como prueba de mi afecto y no pudiendo hacer ninguna otra cosa, manifiesto mi deseo de que, si mis superiores no se oponen, mis huesos sean enterrados en algún rinconcito tranquilo de esta tierra» (Epist. IV,734). Gracias a Dios, ¡el deseo del Padre Pío fue atendido!
Los enfermos. El amor, la misericordia y la compasión del Padre Pío por los enfermos y los necesitados vienen de muy atrás. El 16 de mayo de 1914, abría así su corazón al Padre Benedetto: «En el fondo de mi alma, me parece que Dios ha derramado muchas gracias que se relacionan con la compasión de las miserias ajenas, sobre todo de los pobres necesitados. La profunda compasión que siente mi alma a la vista de un pobre, provoca en el centro de la misma un deseo vehementísimo de socorrerlo y, si atendiese a mi voluntad, ésta me arrastraría a despojarme hasta de mis prendas de vestir para cubrirlo a él. Y si sé que una persona sufre, lo mismo en su alma que en su cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus males? Con tal de verla libre, abrazaría muy gustoso todos sus sufrimientos, ofreciendo el fruto de los mismos en su favor, si el Señor me lo permitiese» (Epist. I,462s).
Confieso ingenuamente que, cada vez que leo estas palabras del Beato Padre, me viene a la mente el pasaje de San Mateo que dice: «Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,16-17).
Ante la enfermedad y el sufrimiento, el Padre Pío no se detuvo a filosofar, preguntando el porqué del dolor y tratando de buscar una imposible respuesta racional a esta pregunta. El Padre Pío actuó.
En 1925 fundó el hospital civil San Francisco, que tuvo una vida corta: 13 años, hasta el 1938, cuando, seriamente afectado por el terremoto, fue abandonado y se dejó que se viniera abajo.
El 5 de mayo de 1956 el Padre Pío inauguró la “Casa Alivio del Sufrimiento”, la criatura de la Providencia que, gracias a Dios, existe todavía y continúa su actividad para alivio de los enfermos y de los necesitados. En continuo crecimiento, gracias también a la labor de hombres cualificados y responsables, perpetúa en el tiempo la obra caritativa del Padre Pío, convirtiendo en realidad concreta su misericordia y su compasión hacia los hermanos que sufren.
Para comprender el espíritu de esta institución benéfica, me limito a recordar las conocidas palabras que el Padre Pío dijo a los médicos el 6 de mayo de 1956: «Vosotros tenéis la misión de curar al enfermo; pero, si al lecho del enfermo no lleváis amor, no creo que las medicinas sirvan de mucho. Yo he experimentado esto: cuando estuve enfermo en 1916/17, mi médico, al curarme, me dirigía antes que nada una palabra de aliento. El amor no puede dejar de lado la palabra. ¿Cómo podéis manifestarlo si no es con palabras que animen espiritualmente al enfermo?... Llevad Dios a los enfermos; esto servirá más que cualquier otro cuidado».
Los pecadores. Al Padre Pío se le ha dado muchos apelativos: el Estigmatizado del Gárgano, el Nuevo san Francisco, el Mártir del confesonario, etc. Pero, que yo sepa, nadie lo ha llamado con el título que los judíos, para denigrarlo, daban a Jesús: «Amigo de los publicanos y de los pecadores» (Mt 11,19).
El Bienaventurado Padre fue el amigo de los pecadores durante más de cincuenta años: cada día, en medio de ellos, siempre dispuesto a escucharlos, a absolverlos, a estimularlos hacia la auténtica conversión del corazón.
No es mi intención delinear aquí el perfil del Padre Pío confesor, que ponga de manifiesto toda su misericordia y su compasión hacia los enfermos del alma. Pero creo que conviene llamar la atención sobre el hecho de que el Padre Pío era un confesor responsable. Lo haré citando una página del excelente libro del padre Fernando da Riese Pio X: «Padre Pío de Pietrelcina, un crucificado sin cruz».
«Padre, oblíguele a volver al convento y oblíguele a confesar, que hará mucho bien». Así se expresaba Rafaelina Cerase en febrero de 1916. Se lo comunicó al P. Agustín de San Marcos para que volviese definitivamente al convento el Padre Pío, al que un mal misterioso obligaba a respirar los aires del pueblo natal, Pietrelcina. Que Rafaelina dio en el blanco, lo ha consta¬tado la historia.
El Padre Pío fue un confesor comprometido.
Le compromete el celo por la conversión de las almas. La «mala correspondencia de los hombres y los favores del cielo» le causan «grandes desolaciones espirituales». Y es por éstos por los que se siente movido a hacer todavía más. El 13 de agosto de 1920 escribe: «Quisiera, quisiera hacer algo más por ellos, para que sean agradables al corazón de Dios; pero para ello me siento impotente, como si tuviera recortadas las alas. Es cierto que esto me hace sufrir, pero sufriría más todavía». El 1 de noviembre de 1920 llega a escribir esta confesión, que es como una ráfaga de luz sobre su alma, que pena de continuo: «Jesús comienza a hacerme sentir lo dulce que es vivir y sufrir por los hermanos».
A pesar de su generosidad en entregarse al servicio de sus hermanos pecadores, vive siempre con miedo de no ayudarles lo necesario. Es una confidencia hecha a Antonieta Vona, con oca¬sión de la felicitación de pascua de 1918, al darse cuenta de que las almas corren a su confesonario cada día en mayor número. Cuenta el sufrimiento de dos espinas que lleva clavadas en el corazón: la primera espina íntima es el recuerdo de su falta de fidelidad, de sus pecados, que han convertido su vida en «una constante ofensa a Dios»; la segunda espina pastoral su inca¬pacidad para ser un buen confesor. Son líneas que retratan al Padre Pío como confesor responsable. La carta es del 30 de marzo de 1918: «Otra espina llevo clavada en la mitad del corazón y me lo va lacerando. Yo no sé si oriento bien a las almas que el Señor me manda. Estas almas son cada vez más numerosas. Para dirigir a algunas tendría necesidad de una luz sobrenatural y no sé si me encuentro suficientemente preparado, y camino a tientas, valién¬dome un poco de la doctrina descolorida y fría aprendida en los libros y otro poco de la luz que me viene del Altísimo. Quién sabe... si estas pobres almas no tendrán que sufrir por mi culpa. Sólo me consuela saber que no me busco a mí mismo en estas almas y el tener por todas, de modo especial por ciertas almas extraordinarias, buena intención y el recurrir a la luz divina». Sólo le falta terminar con una orden: «También por esta razón te mando que pidas al Señor».
El servicio de confesor lo vive como una carga, pues es consciente de las graves responsabilidades que comporta. Es la carga de las almas. La carga de su vida y de su consiguiente salvación o no salvación.
El 7 de mayo de 1921 deja translucir el sufrimiento que le produce esta carga, al constatar su propia incapacidad: «He sentido pesada la carga del sagra¬do ministerio y grande la responsabilidad y el temor de no corresponder a la voluntad del Señor en el desempeño del ministerio que me señaló su piedad divina... Espero que Jesús no sólo querrá iluminarme para guiar a las almas que me confía, sostenerme y darme fuerzas en las contrariedades, sino que suplirá mi deficiencia».
Para tener éxito en este trabajo de la gracia en el que encuentra la alegría de la cosecha el confesor Padre Pío está dispuesto a renunciar a todo: «Recibo un poco de alivio sólo de rechazo, al admirar la abundante cosecha en la casa del Señor. Por lo demás siento el valor de renunciar a todo, con tal que las almas vuelvan a Jesús y le amen».
Por este sufrimiento «el Padre Pío era, en su confesonario, un perenne viernes santo, que, con su sangre, otorgaba a los pecadores arrepentidos la vida y la paz del Resucitado». Sentía la enorme responsabilidad de administrar la sangre de Cristo. He aquí 1o que le decía a un sacerdote: «¡Si supiese usted qué terrible es sentarse en el tribunal de la penitencia! Somos administradores de la sangre de Cristo. Estemos atentos a no derramarla con facilidad y ligereza».
Es la sangre del amor, de la misericordia y de la compasión.
Debemos detenernos en los símbolos con los que el Antiguo y el Nuevo Testamento expresan la misericordia de Dios hacia sus criaturas: padre, pastor, viñador.
a) - Padre. Si algún título de los que se da al nuevo Beato es reiterativo, éste es el de padre. Así lo han llamado miles y millones de fieles: padre, el padre, padre espiritual. Incluso después de la beatificación, aunque el título oficial es: Beato Pío de Pietrelcina, los fieles siguen llamándolo: Beato Padre Pío de Pietrelcina.
¿Qué se quiere expresar con la palabra padre? En primer lugar, que el hermano de Pietrelcina, Francisco Forgione, es sacerdote. En este sentido, el apelativo de padre se da a todos los sacerdotes. En segundo lugar, el Padre Pío es llamado el padre, porque es un sacerdote singular, siempre y ante todo sacerdote. En tercer lugar, es llamado también padre espiritual porque, por la dirección espiritual y en virtud de la confesión sacramental, llegó a ser padre espiritual de incontables almas. Muchos le pidieron de forma explícita ser sus hijos espirituales y, por tanto, tenerlo como padre de su espíritu. En fin, son muchos los padres que, movidos por el amor y la devoción hacia el Padre estigmatizado, han dado a sus hijos el nombre de Pío.
Como Abrahán, el Padre Pío es verdadero padre de una multitud de gente.
Pero el significado de padre no se agota en estas explicaciones. En el Antiguo y el Nuevo Testamento, Dios Padre es, ante todo, el que ama. El Padre Pío es, antes que cualquiera otra cosa, el que ha amado: amó a Dios y a los hermanos. Ahí están sus cartas y su vida extraordinaria para testimoniarlo.
En el Antiguo y el Nuevo Testamento, Dios Padre es el que perdona. En el libro del Éxodo se lee: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Misericordioso hasta la milésima generación» (Ex 34,6). El Padre Pío perdonó siempre. No sólo en el confesonario, ofreciendo a las almas el perdón de Dios; también en la vida, perdonando a sus enemigos y orando por los que lo habían calumniado. En cierta ocasión, un hermano de fraternidad entró en la celda del Padre Pío y lo encontró orando por un enemigo. «¡Oh! ¡No, Padre!», le dijo el hermano. «¡Eso es demasiado!». Y el Padre Pío: «Debemos perdonar y orar también por los que nos han hecho mal; ésta es la enseñanza de Jesús».
En el Evangelio, padre es aquel que espera al hijo pródigo, que se ha marchado de casa en busca de otros amores y de dioses extraños. El Padre Pío, en la vieja iglesita y en el nuevo santuario, en el confesonario de los hombres y en el de las mujeres, en los pasillos del convento y en su celda, de día y de noche, permaneció a la espera de miles de hijos pródigos. O, mejor, los atrajo hacia sí con el perfume de sus carismas y la fragancia de sus virtudes.
Pero, por encima de todo, padre es el que engendra y da la vida. Dios Padre es el que engendra a Dios Hijo; es el que crea el mundo y da vida al universo. Leemos en el libro del Deuteronomio: «¿No es él tu padre, que te crió, el que te hizo y te estableció?» (Deut 32,6). Y en el libro de Isaías: «Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano» (Is 64,7; cfr. también Mal 2,10).
El Padre Pío es padre, porque con su ministerio sacerdotal, con sus oraciones y sus sufrimientos, dio la vida sobrenatural a innumerables almas.
b) - Pastor. El segundo símbolo, con el que el Antiguo y el Nuevo Testamento expresan la misericordia de Dios hacia las criaturas, es el de pastor.
En 1959, en vida aún del Beato Padre, un docto sacerdote, Giuseppe Del Tom, escribió un folleto con el título «El Buen Pastor». En la presentación adelanta la imagen que se ha formado del Padre Pío: «es en nuestro tiempo una de las representaciones más atrayentes del Divino Buen Pastor» (p.8).
Veamos cuáles son las notas características del Buen Pastor en el capítulo 10 del evangelio de san Juan. Pero, antes de descender a detalles, quiero presentar una nota filológica. En el v. 11 de dicho capítulo, Jesús afirma: «Yo soy el Buen Pastor». El texto griego en lugar de bueno (agathós) dice hermoso (kalós). Yo soy el Hermoso Pastor. Jesús era hermoso. De lo que yo recuerdo, también el Padre Pío era hermoso: hermoso de rostro y de compostura. Las espléndidas fotografías que se conservan de él lo dicen con claridad.
Fijémonos ahora en las características evangélicas del Buen Pastor. Fundamentalmente se reducen a dos: la entrega de la vida (v.11) y el conocimiento de las ovejas (v.14) por parte del Buen Pastor.
La entrega de la vida: «El Buen Pastor da la vida por las ovejas» (v.11). Todos sabemos que esto ya ha tenido lugar. También el Padre Pío dio la vida por las ovejas. Se ofreció como víctima por las almas del purgatorio, por los niños seminaristas del colegio seráfico, por la provincia religiosa, por todos los pecadores. Y su ofrenda como víctima fue el origen de todos los sufrimientos físicos y morales que cayeron sobre él. El jesuita padre Domenico Mondrone, en su opúsculo «La vera grandezza di Padre Pio», escribió: «Al suscitar en el Padre Pío deseos tan repetidos, vivos y acuciantes de ser «un segundo crucificado» por la salvación de las almas, el Señor le presentaba para su firma un cheque en blanco. Y su siervo lo firmó. Dios escribió una cifra incalculable. Y el Padre Pío, sobre todo en los sucesivos cincuenta años de estigmatizado, pagó hasta el último céntimo con una vida crucificada hasta lo inverosímil: ¡crucificada en el cuerpo, en el espíritu, en los ministerios de su apostolado!» (v.19).
«El buen Pastor da la vida por las ovejas».
Conocimiento de las ovejas: «Conozco a mis ovejas» (v.14). El conocimiento del que aquí habla Jesús no es puramente intelectual; implica también deferencia y amor, como leemos en el libro del profeta Isaías: «Apacienta como un pastor a su rebaño, su mano lo reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres» (Is 40,11; cfr. Jer 34,16).
Conocemos el amor del Beato Padre Pío a sus hijos e hijas espirituales. Los conocía a todos: sabía sus nombres y sus costumbres, los seguía en sus necesidades espirituales y materiales; sobre todo se preocupaba por su destino eterno. En este aspecto es significativa la visión que tuvo la noche de Navidad de 1917, según el relato de Nina Campanile. El Padre Pío, en éxtasis, fue transportado al paraíso, donde contempló los puestos preparados para sus hijos espirituales. «Padre, le preguntó la mencionada señorita, ¿ha visto también la ubicación de sus hijos presentes en el cielo? Y el Padre: sí, también eso lo he visto». (CP,XL,7277).
El capítulo sobre el trato del Padre Pío con sus hijos e hijas espirituales, trato entretejido de conocimiento íntimo, de cuidados diligentes y de amor auténtico, es un capítulo muy extenso que ojalá sea profundizado y examinado en todos sus múltiples aspectos. Aquí es suficiente el indicarlo.
c) - Viñador. El último símbolo con el que se presenta la misericordia de Dios Padre y de Jesús hacia los hombres es el de viñador. En la Biblia los cometidos o las tareas del viñador son, sobre todo, tres: labrar la viña y escombrarla de piedras (Is 5,2); cortar el sarmiento que ya no da fruto (Jn 15,2); podar el sarmiento que da fruto para que de más (ibidem). Para expresarlo con tres verbos: cuidar, quitar y podar.
Cuidar. Es conocida la meticulosidad con la que el Padre Pío cuidaba la formación espiritual de las almas que acudían a él. Me detengo brevemente en el cuidado del primer ramillete de almas, que se formó en torno a él apenas llegado a San Giovanni Rotondo (4 septiembre 1916). Transcribo un párrafo del testimonio de la ya mencionada señorita Nina Campanile, que escribe en sus Memorias: «El Padre comenzó a darnos conferencias los jueves y los domingos. Nosotras éramos puntuales. Comenzó explicándonos los medios principales de la perfección cristiana, es decir: la elección de un sabio y santo director, la frecuencia de los santos sacramentos, la meditación, la lectura espiritual. Explicaba siempre los temas con ejemplos tomados de la Sagrada Escritura y de la vida de los Santos. Decía: los temas sagrados han de ser avalados siempre con ejemplos sagrados y no profanos, porque tienen mayor fuerza y producen mejores frutos. Impartió conferencias especiales sobre la mortificación. Nos explicó muchas parábolas evangélicas. Y para terminar, el Padre recalcó: el material está a punto; ahora comenzad a construir» (CP,XL,7245).
Cortar - podar. Los otros dos verbos: quitar (o cortar) y podar quieren indicar la enérgica acción del Padre en el ejercicio de su ministerio sacerdotal: confesión y dirección de almas. Explican y arrojan luz sobre ese aspecto que algunos impropiamente han calificado de tosco y arisco. Si un sarmiento no daba frutos, él lo cortaba; si un sarmiento daba pocos frutos, él lo podaba para que diese más frutos. Y todo corte y toda poda suponen siempre sufrimiento y dolor; pero en el fondo son manifestación de un amor auténtico.
«Padre, ¿porqué trata tan duramente a sus hijos?», se le preguntó una vez.
Respuesta: «Corto lo viejo y pongo lo nuevo». Cortaba y podaba.
Así presenta este tema el sabio sacerdote Giuseppe Del Ton en el folleto ya citado «El Buen Pastor»:
«De entrada me parecía que la aspereza no infrecuente del Padre no era demasiado acorde con la imitación del Divino Pastor. Pero cuando comprendí los motivos de este modo de actuar me di perfecta cuenta de que no juzgaba con acierto. Su tosquedad era sólo superficial. Lo confesó él mismo a una persona que conozco: «Mi interior sigue siempre en paz; si me enfado es sólo en el exterior»… Luego, con los pecadores, que o no son conscientes o que justifican su conducta creyéndose, a pesar de sus sarros, fundamentalmente buenos («Sí, eres bueno, bueno como el cocido»), usa formas toscas y ásperas. Y hace esto para llevarlos al verdadero arrepentimiento y a la purificación de su conciencia, con terapia enérgica y eficacia maravillosa, como lo demuestran las conversiones radicales de muchos. He recibido las confidencias de muchos de ellos: no dejaban de bendecir y ensalzar al Padre, que con su método acertado y fuerte había conseguido la transformación de su alma y de sus costumbres» (ib., pp.9-10).
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