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sábado, 20 de diciembre de 2014
Carta del 24 de diciembre de 1918, a Antonieta Vona – Ep. III, p. 881
Jesús Niño reine siempre en tu corazón y establezca y consolide su reino cada vez más dentro de ti. Éstos y otros semejantes son los deseos que en estos días he presentado en tu favor al Niño de Belén.
Nuestro Señor te ama, hija mía, y te ama tiernamente; y, si él no siempre te permite experimentar la dulzura de su amor, lo hace para conseguir que seas más humilde y despreciable a tus ojos. Pero no dejes por eso de recurrir con toda confianza a su santa benignidad, especialmente en el tiempo en que lo representamos como era, pequeño niño de Belén; porque, hija mía, ¿con qué otra finalidad toma él esta dulce y amable condición de niño si no es la de estimularnos a amarlo confiadamente y a entregarnos amorosamente a él?
El papel materno de María en la misión sacerdotal del Padre Pío (2)
El papel materno de María en la misión sacerdotal del Padre Pío puede recogerse en estos títulos: vínculo de unión con el Hijo Jesús; asistencia durante la celebración de la santa Misa; ayuda y apoyo en su ministerio en favor de los hermanos. Nos fijamos brevemente en cada uno de estos puntos.
Vínculo de unión con el Hijo Jesús.
El primer oficio materno de María en relación al Padre Pío ha sido el de unirlo al Hijo Jesús. El Padre Pío realizó de forma perfecta el dicho de los teólogos: «A Jesús por María» o bien «Por María a Jesús». Así expresa el Santo de Pietrelcina esta maravillosa realidad espiritual.
Pietrelcina, 6 mayo 1913: «Esta querida Madrecita continúa ofreciéndome con sumo empeño sus cuidados maternos, de modo especial en este mes. Sus atenciones para conmigo rayan lo inimaginable... ¿Qué he hecho yo para merecer tanta generosidad?¿Mi conducta no ha sido acaso una negación continua, no digo de su Hijo, sino del mismo nombre de cristiano? Y sin embargo, esta tiernísima Madre, en su inmensa misericordia, sabiduría y bondad, ha querido castigarme de una forma tan excelsa como la de derramar tantas y tan grandes gracias en mi corazón. Por tanta ternura mi corazón se siente «quemarse sin fuego»: «Cuando me hallo en su presencia y en la de Jesús... me siento abrasándome del todo sin fuego; me siento abrazado y unido a su Hijo por medio de esta Madre, sin ver siquiera las cadenas que tan estrechamente me atan; mil llamas me consumen; me siento en una muerte continua aun permaneciendo vivo».
Y continúa: «En ciertos momentos es tal el fuego que me devora aquí dentro que busco con todas mis fuerzas alejarme de ellos, para ir en busca de agua fría en la que arrojarme; pero... me doy cuenta en seguida de lo infeliz que soy porque, entonces más que en otras ocasiones, siento que no soy libre; las cadenas, que mis ojos no ven, siento que me tienen atado y muy atado a Jesús y a su querida Madre; y es en esos momentos cuando, las más de las veces, me pueden los arrebatos...; estoy tentado de gritarles a la cara y llamarlos cruel al Hijo y tirana a la Madre... He aquí descrito débilmente lo que me sucede cuando estoy con Jesús y con María» (Epist. I,356-357).
Asistencia durante la santa Misa
Desde el 10 de agosto de 1910, el joven sacerdote capuchino fue acompañado al altar por María para la celebración de la santa Misa. El 1 de mayo de 1912 ya le confiaba esto al Padre Agustín: «Pobre Madrecita, ¡cuánto me quiere! Lo he constatado una vez más al comienzo de este hermoso mes. Con cuánto mimo me ha acompañado al altar esta mañana. Me parecía que no tuviera ninguna otra cosa en qué pensar sino sólo en llenarme del todo el corazón de santos afectos» (Epist. I,276).
Pero este hecho no fue un acto aislado, que ocurrió únicamente el 1 de mayo de 1912; se repitió en todas las santas Misas celebradas por el primer sacerdote estigmatizado.
Tenemos el testimonio de Cleonice Morcaldi de que el venerado Padre, en cierta ocasión, le hizo esta confidencia: En el altar, junto a él, mientras celebraba la santa Misa, estaba permanentemente la Virgen Dolorosa. Ésta es la razón por la que un día, a la misma Cleonice Morcaldi, que le preguntaba cómo tenía que asistir a su Misa, el Padre le respondió: «Como asistieron la Virgen Dolorosa y las piadosas mujeres».
Asistencia durante el ministerio de las confesiones
Pero la Virgen no estaba presente sólo en la celebración de la santa Misa del primer sacerdote estigmatizado, sino también cuando ejercía el ministerio de las confesiones.
Fr. Tarsicio de Cervinara nos ha dejado este testimonio: «Durante los exorcismos, entre las muchas cosas que pregunté al demonio, quise saber por qué el Padre trataba con severidad a tantas almas en el confesonario. Oigo que me dice: “El Padre Pío trata a cada alma como Dios quiere. A los lados del confesonario están siempre para asistirlo la Virgen y San Francisco, y el Padre Pío hace y dice sólo lo que éstos le sugieren”. El asunto me impresionó. Quise hablarlo con el interesado: “Padre, se lo pido en nombre de Dios y la respuesta debe dármela para mi tranquilidad: ¿Es verdad que en el confesonario está asistido por la Virgen y por san Francisco, y que en relación a las almas hace y dice todo y sólo lo que le viene sugerido por la Virgen Santísima y por el Seráfico Padre?”. “Hijo mío, si no estuvieran estos dos conmigo, ¿qué conseguiría hacer yo?”, oigo que me responde el Padre, con la cabeza inclinada y después de unos instantes de vacilación».
Las obras sociales
El Padre Pío también confío a la Virgen sus obras sociales: los Grupos de oración y la Casa Alivio del Sufrimiento. El 10 de agosto de 1960, con ocasión del 50º aniversario de su sacerdocio, escribió en la estampa recordatorio: «Oh María, salud de los enfermos, ayuda, protege y haz florecer mi pobre Obra, que es tuya, la Casa Alivio del Sufrimiento, para gloria de Dios y bien espiritual y material de los que sufren en el alma y en el cuerpo».
Después del paréntesis de Venafro (año 1911), que estuvo iluminado por la sonrisa de María, la Madre celeste continuó impetrando gracias y más gracias para el humilde Hermano de Pietrelcina. Escuchamos una vez más el testimonio del querido Padre. Pietrelcina, 2 junio 1912: «Nuestro común enemigo continúa haciéndome la guerra y hasta el momento no ha dado prueba alguna de querer retirarse o de darse por vencido. Me quiere perder a toda costa... Pero estoy muy agradecido a nuestra común madre María al rechazar estas asechanzas del enemigo. Dé gracias también usted a esta buena Madre por todas estas gracias especialísimas, que en todo momento va impetrando para mí» (Epist. I,224).
La Virgen en verdad se le mostraba Madre. El Padre escribe desde Pietrelcina el 1 de mayo de 1912: «¡Cuántas veces he confiado a esta Madre las dolorosas inquietudes de mi corazón turbado y cuántas veces me ha consolado!... En los momentos de mayor sufrimiento, me parece no tener madre en la tierra, pero sí tener una, y muy piadosa, en el cielo» (Epist. I,276).
Para corresponder a tanta generosidad maternal, el Padre Pío escribe con decisión: «Quisiera tener una voz tan fuerte que fuera capaz de invitar a los pecadores de todo el mundo a amar a la Virgen». «Quisiera volar para invitar a todos los seres a amar a Jesús, a amar a María» (Epist. I,277,357).
Convencido de esta poderosa protección materna, el Padre Pío espera con confianza la victoria: «El enemigo... es poderosísimo. La fuerza de Satanás, que me combate, es terrible, pero viva Dios que ha puesto mi salud y el éxito de mi victoria final en las manos de nuestra Madre celeste. Protegido y guiado por Madre tan tierna, permaneceré en la lucha hasta que Dios lo quiera, convencido y lleno de confianza en esta Madre de no sucumbir jamás» (Epist. I,576).
A pesar de todo lo dicho, se dio un rechazo por parte de la Virgen: negó al Padre Pío una gracia (quizás la de poder regresar definitivamente al convento) que éste se la pidió para obedecer al padre Agustín. En una carta del 1 de mayo de 1912, el Padre Pío había expuesto las dos gracias que esperaba conseguir en el mes de mayo: la primera, la de morir u obtener que «todos los consuelos de la tierra» le fuesen cambiados en «amarguras» a cambio de no volver a ver nunca más «aquellos rostros siniestros» de los demonios; la segunda (no la manifiesta pero da a entender que es conocida por el Padre Agustín), la de regresar definitivamente al convento. Esta segunda gracia no fue concedida. Peor aún, la Virgen tomó una actitud que hizo sufrir al pobre hijo no escuchado. No lo creeríamos si no fuese el mismo Padre Pío el que nos lo dice. El 18 de mayo de 1913, desde Pietrelcina, informaba al padre Agustín: «Al recibir su última carta quise poner ante la Virgen la gracia que usted repetidas veces me ha mandado que le pida... El efecto esperado no se ha conseguido, porque esta Madre santa montó en cólera por el atrevimiento que tuve de pedirle de nuevo la citada gracia, que ya me había prohibido severamente que se la pidiera. Esta involuntaria desobediencia me la ha hecho pagar a muy caro precio. Desde aquel día se alejó de mí llevándose consigo a todos los otros personajes celestes... Desde aquel día, se entabló una guerra durísima con estos feroces cosacos. Intentaban hacerme creer que al fin había sido rechazado por Dios. ¡Y quién no lo hubiese creído si se tiene en cuenta el modo demasiado descomedido con que fui alejado de Jesús y de María!».
A pesar de todo esto - y aquí aparecen la confianza y el atrevimiento filial del Padre Pío en relación a la Virgen - en esta «inmensa angustia» y después de haber llorado por mucho tiempo, el Padre Pío confiesa: «Apenas tuve el atrevimiento de elevar a la Consoladora de los afligidos esta súplica: “Madre de misericordia, ¡ten piedad de mí! Tendrías que comprender, Madre mía querida, que, si lo hice, fue únicamente para obedecer”. Apenas había terminado de elevar al cielo esta breve súplica, que me había nacido del fondo del corazón, mi corazón ya saltaba de gozo... El hielo se había roto; la Consoladora de los afligidos estaba allí junto al Hijo; pero ¡qué terror provocaban sus severos rostros! Me hicieron un buen lavado de cerebro y me reiteraron su prohibición. “No te preocupes por las muchas extravagancias que los demás piensen de ti; nosotros nos hemos hecho cargo de defenderte”» (Epist. I,360-362).
«Estas pinceladas autobiográficas, tomadas del epistolario a sus directores espirituales, encuadran y explican una rica devoción mariana, que se puede resumir así: ternuras por ternuras».
Estas ternuras continuaron en el siguiente mes de julio de 1913, cuando el alma del Padre Pío experimentó el gozo de una visión maravillosa. Él mismo la describe así: «El domingo por la mañana, después de la celebración de la santa Misa, esto es lo que me aconteció: De repente mi espíritu se sintió trasportado por una fuerza superior a una estancia amplísima, iluminada por una luz vivísima. En un trono alto, tachonado de piedras preciosas, vi sentada una mujer de rara belleza; era la Virgen santísima; guardaba en su regazo al Niño, que tenía un porte majestuoso, un rostro espléndido y más luminoso que el sol. A su alrededor había una gran multitud de ángeles de formas muy resplandecientes» (Epist. I,388).
Fue para agradecer a la Virgen esta maravillosa visión que el Padre Pío, ese mismo día, pidiera y obtuviera permiso para abstenerse de comer fruta los miércoles, en honor de la Virgen. Después de esta visión, en el primer volumen del epistolario del Padre Pío, sólo encontramos otra referencia a la Virgen. La que se refiere a la Virgen Dolorosa, en una carta al padre Agustín del 1 de julio de 1915: «La Virgen Dolorosa nos alcance de su santísimo Hijo la gracia de comprender cada vez más el misterio de la cruz y de embriagarnos con ella en los padecimientos de Jesús. La mayor prueba de amor es sufrir por el amado; y, después que el Hijo de Dios padeció tantos sufrimientos por puro amor, no queda duda alguna de que la cruz, llevada por amor a él, se ha convertido en amable como el amor.
La santísima Virgen nos obtenga el amor a la cruz, a los sufrimientos, a los dolores, y ella, que fue la primera en practicar el Evangelio en toda su perfección, en todas sus exigencias, incluso antes de que fuera escrito, nos obtenga también a nosotros, y ella misma nos lo dé, el empuje de acercarnos a ella sin titubeos.
Esforcémonos también nosotros, como tantas almas elegidas, por seguir a esta bendita Madre, por caminar siempre a su lado, ya que no existe otro camino que nos conduzca a la vida fuera del que siguió nuestra Madre: no abandonemos este camino nosotros que queremos llegar a la meta.
Unámonos día a día a tan querida Madre, salgamos con ella al encuentro de Jesús fuera de Jerusalén, símbolo y figura de la obstinación de los judíos, del mundo que rechaza y reniega de Jesucristo; mundo del que Jesucristo declaró que se había separado pues dijo: “Yo no soy del mundo”, y que excluyó de su oración al Padre: “No pido por el mundo”» (Epist. I,602).
Después de este texto, no tenemos otras referencias a la Virgen en el primer volumen del epistolario del Padre Pío. Para encontrar un nuevo texto, tenemos que tomar en las manos el breve Diario escrito por el Padre Pío en los meses de julio-agosto de1929.
En estos meses, el Padre Pío estaba particularmente angustiado por las dificultades que el Vicario de Cristo encontraba al gobernar la Iglesia. La mañana del 15 de agosto de aquel año, fiesta de la Asunción de María santísima al cielo, estaba terriblemente probado en el cuerpo y en el espíritu. En aquellas condiciones fue a celebrar la Misa. Pero dejémosle la palabra: «Esta mañana he subido al altar, aunque no sé cómo. Dolores físicos y penas interiores luchaban a porfía a ver quién lograba martirizar más todo mi pobre ser... A medida que me iba acercando al momento de consumir las Sacratísimas Especies, este lastimoso estado se intensificaba más y más. Me sentía morir. Una tristeza mortal me invadía completamente, y ya creía que todo había terminado para mí: la vida de este tierra y la vida eterna... En el momento de consumir la Sagrada Especie de la Hostia Santa, una inesperada luz invadió totalmente mi interior y vi claramente a la Madre del cielo con el Hijo Niño en los brazos, que me decían al unísono: “¡Tranquilízate! Estamos contigo, tú nos perteneces y nosotros somos tuyos”. Dicho esto, ya no vi nada más... Durante todo el día me he sentido sumergido en un océano de dulzura y de amor indescriptible» (Epist. IV,1024).
Una vez más María se mostraba madre y mediadora de todas las gracias. El hecho de que, después de la referencia a la Virgen Dolorosa, no haya otras referencias a la Virgen María en el primer volumen del Epistolario del Padre Pío, me lleva a formular esta observación:
Al presentar la figura de María, el venerado Padre sigue la línea trazada en los Evangelios. Éstos siguen esta trayectoria: la Madre, en los relatos de la infancia; la Mediadora de todas las gracias, en las bodas de Caná; la Dolorosa, en el Calvario, a los pies de la cruz. Y es la línea que siguió San Pío de Pietrelcina en el primer volumen de su Epistolario.
Fuente: La presencia de Marìa Santìsima en la vida de Padre Pio de Fr. Gerardo di Flumeri
Mes de Diciembre
1 No te importe perder, hijo mío, deja que publiquen lo que quieran. Temo el juicio de Dios y no el de los hombres. Que lo único que nos asuste sea el pecado, porque ofende a Dios y nos deshonra (AP).
2 La bondad divina no sólo no rechaza a las almas arrepentidas, sino que va también en busca de las contumaces (CE, 11).
3 Cuando os veáis despreciados, haced como el martín pescador que construye su nido en los mástiles de las naves; es decir, levantaos de la tierra, elevaos con el pensamiento y con el corazón hacia Dios, que es el único que os puede consolar y daros fuerza para sobrellevar santamente la prueba (VVN, 48).
4 Tu reino no está lejos y tú haces participar de tu triunfo en la tierra para después hacer partícipes de tu reino en el cielo. Haz que, al no poder dar cabida a la comunicación de tu amor, prediquemos con el ejemplo y con las obras tu divina realeza. Toma posesión de nuestros corazones en el tiempo para poseerlos en la eternidad. Que nunca nos retiremos de debajo de tu cetro, y ni la vida ni la muerte consigan separarnos de ti. Que nuestra vida sea una vida bebida a grandes sorbos de amor en ti para expandirla sobre la humanidad y que nos haga morir en cada momento para vivir sólo de ti y derramarte en nuestros corazones (Epist.IV, p.888).
5 Hagamos el bien mientras disponemos del tiempo, y daremos gloria a nuestro Padre del cielo, nos santificaremos a nosotros mismos, y daremos buen ejemplo a los demás (Epist.III, p.397).
6 Cuando no consigas avanzar a grandes pasos por el camino que conduce a Dios, conténtate con dar pequeños pasos y espera pacientemente a tener piernas para correr, o mejor alas para volar. Confórmate, hija mía, con ser por el momento una pequeña abeja en la colmena, que muy pronto llegará a ser una gran abeja capaz de fabricar la miel (Epist.III, p.432).
7 Humillaos amorosamente delante de Dios y de los hombres porque Dios habla a quien tiene las orejas abiertas hacia el suelo. Ama el silencio, porque en el mucho hablar hay siempre algo de culpa. Manténte en el retiro cuanto te sea posible, porque en el retiro el Señor habla al alma libremente y el alma está en mejor situación para escuchar su voz. Reduce tus visitas y sopórtalas cristianamente cuando te las hagan a ti (Epist.III, p.432).
8 A Dios se le sirve únicamente cuando se le sirve como él quiere (CE, 19).
9 En resumen, no filosoféis sobre vuestros defectos y tampoco repliquéis; continuad vuestro camino sin rodeos. No. Dios no puede abandonaros cuando vosotros, por no perderlo, permanecéis firmes en vuestras decisiones. Que el mundo se destruya, que todo esté en tinieblas, en humo, en confusión..., pero Dios está con nosotros. ¿De qué, pues, vamos a tener miedo? Si Dios habita en las tinieblas y sobre el monte Sinaí, entre relámpagos y truenos, ¿no debemos estar contentos sabiendo que estamos cerca de él? (Epist.III, p.580).
10 Agradece y besa dulcemente la mano de Dios que te pega; es siempre la mano de un padre que te pega porque te quiere bien (CE, 25).
11 El miedo cerval es un mal peor que el mismo mal (CE, 33).
12 El dudar es el mayor insulto a la divinidad (CE, 35).
13 Por medio de las pruebas Dios une a sí a las almas que ama (ASN, 44).
14 Quien se apega a la tierra queda apegado a ella. Es mejor despegarse poco a poco que hacerlo de golpe. Pensemos siempre en el cielo (CE, 64).
15 Tener miedo de perderte entre los brazos de la divina bondad es algo más extraño que el temor del niño estrechado entre los brazos de su madre (Epist.III, p.638).
16 ¡Animo!, mi querida hija; tienes que cultivar atentamente ese corazón bien formado y no ahorrar nada que le pueda ser útil para su felicidad. Y si es cierto que esto puede y debe hacerse en toda estación, es decir, en toda edad. La edad que tú tienes es la más apropiada (Epist.III, p.418).
17 En sus lecturas, hay poco que admirar y casi nada que edifique. Os es necesario del todo que, a esas lecturas, añada la de los libros santos (= Sagrada Escritura), tan recomendada por todos los santos padres. Y yo, a quien me apremia tanto su perfección, no puedo eximirle de estas lecturas espirituales. Conviene (si quiere obtener de tales lecturas tan inesperado fruto) que deponga sus prejuicios sobre el estilo y la forma con que se presentan estos libros. Esfuércese por cumplir esto y encomiéndelo al Señor. En todo esto se oculta un grave engaño y yo no se lo puedo ocultar (Epist.II, p.141s.).
18 Todas las fiestas de la Iglesia son bellas... La Pascua, sí, es la glorificación..., pero la Navidad tiene una ternura, una dulzura infantil, que me conquista por entero el corazón (GdR, 75).
19 Tus ternuras conquistan mi corazón y quedo aprisionado por tu amor, Niño celestial. Deja que al contacto con tu fuego, mi alma se derrita por amor, y que tu fuego me consuma, me abrase, me convierta en cenizas aquí a tus pies y permanezca derretido por amor y glorifique tu bondad y tu caridad (Epist.IV, p.871s.).
20 Pobreza, humildad, bajeza, desprecio, rodean al Verbo hecho carne; pero nosotros, en la obscuridad en la que está envuelto este Verbo hecho carne, comprendemos una cosa, oímos una voz, entrevemos una sublime verdad. Todo esto lo has hecho por amor, y no nos invitas más que al amor, no nos hablas más que de amor, no nos das más que pruebas de amor (Epist.IV, p.866s.).
21 Madre mía María, condúceme contigo a la gruta de Belén y concédeme abismarme en la contemplación de lo que, por ser tan grande y sublime, es para desentrañarlo en el silencio de esta grande y bella noche (Epist.IV, p.868).
22 Jesús Niño sea la estrella que te guíe a través del desierto de esta vida (AP).
23 La fe también nos guía a nosotros. Y nosotros, detrás de su luz, seguimos seguros el camino que nos conduce a Dios, a su patria; como los santos magos, que, guiados por la estrella, símbolo de la fe, llegaron al lugar deseado (Epist.IV, p.886).
24 Tu entusiasmo no sea amargo ni puntilloso, sino libre de todo defecto; que sea dulce, benigno, gracioso, pacífico y animoso. ¡Ah!, mi buena hija, ¿quién no ve en el querido y pequeño Niño de Belén, a cuya venida nos estamos preparando, quién no ve, digo, que su amor por las almas no tiene parangón? El viene a morir para salvar, y es tan humilde, tan dulce, tan amable (Epist.III, p.465s.).
25 Vive alegre y animosa, al menos en las facultades superiores del alma, en medio de las pruebas en las que el Señor te pone. Vive alegre y animosa, repito, porque el ángel, que preconiza el nacimiento de nuestro pequeño Salvador y Señor, anuncia cantando y canta anunciando que él promulga alegría, paz y felicidad, a los hombres de buena voluntad, para que no haya nadie que ignore que, para recibir a este Niño, basta ser de buena voluntad (Epist.III, p.466).
26 Jesús desde su nacimiento nos indica nuestra misión, que es la de despreciar lo que el mundo ama y busca (Epist.IV, p.867).
27 Jesús llama a los pobres y sencillos pastores por medio de los ángeles para manifestarse a ellos. Llama a los sabios por medio de su misma ciencia. Y todos, movidos por la fuerza interna de su gracia, corren hacia él para adorarlo. Nos llama a todos nosotros con divinas inspiraciones y se nos comunica a nosotros con su gracia. ¿Cuántas veces nos ha invitado amorosamente también a nosotros? Y nosotros ¿con qué prontitud le hemos correspondido? Dios mío, me ruborizo y me lleno de confusión al tener que responder a esta pregunta (Epist.IV, p.883s.).
28 Los mundanos, enfrascados en sus negocios, viven en la obscuridad y en el error, y no se preocupan de conocer las cosas de Dios, ni piensan en su salvación eterna, ni tienen prisa alguna por conocer la venida de aquel Mesías esperado y suspirado por las naciones, profetizado y anunciado por los profetas (Epist.IV, p.885).
29 Cuando llegue nuestra última hora y cesen los latidos de nuestro corazón, todo habrá terminado para nosotros y también el tiempo de merecer y de desmerecer. Tal como nos encuentre la muerte, nos presentaremos a Cristo juez. Nuestros gritos de súplica, nuestras lágrimas, nuestros suspiros de arrepentimiento, que, todavía en la tierra, nos habrían ganado el corazón de Dios y con la ayuda de los sacramentos nos habrían podido cambiar de pecadores en santos, en ese momento ya no sirven para nada; el tiempo de la misericordia ha terminado y comienza el tiempo de la justicia (Epist.IV, p.876).
30 Es difícil hacerse santos. Difícil pero no imposible. El camino de la perfección es largo, como es larga la vida de cada uno. El consuelo es el descanso en el camino; pero, apenas recuperados, hay que levantarse con rapidez y reemprender la carrera (AP).
31 La palma de la gloria está reservada para el que combate con valentía hasta el fin. Comencemos, pues, este año, nuestro santo combate. Dios nos asistirá y nos coronará con un triunfo eterno (Epist.IV, p.879).