El Padre Pío estaba plenamente convencido de que la Virgen María es ante todo la Madre: Madre de Jesús y Madre espiritual nuestra.
El de julio de 1916 escribía a Josefina Morgera:
«Acuérdese de que en el cielo tiene no sólo un Padre sino también una Madre. Sí, mi querida hija, acordémonos del don que estos nuestros progenitores celestiales nos han hecho y que con tan precioso don nos han unido y, en cierto sentido, han puesto a nuestra disposición las riquezas de su amor y de su bondad, en el orden de la gracia.
Los encontramos siempre dispuestos a escucharnos, siempre atentos para defendernos, siempre cercanos para acogernos, siempre benévolos para ayudarnos. Encomendemos, pues, a su ternura nuestras almas, nuestras angustias y nuestro destino. Abandonémonos con total confianza en su amor; a los disgustos que quizás les hagamos dado no añadamos también este otro, el más doloroso para su corazón, de desconfiar de su misericordia y de su protección.
Y si nuestra miseria nos atemoriza, si nuestra ingratitud para con Dios nos asusta, si el recuerdo de nuestras culpas nos aleja de presentarnos ante Dios nuestro Padre, recurramos entonces a nuestra madre María. Ella es para nosotros todo dulzura, todo misericordia, todo bondad, todo ternura, porque es nuestra Madre. Subamos, subamos con ella hasta el trono de Dios y hagamos valer ante Él la maternidad de María. Insistamos en los momentos más difíciles de la lucha para que salve al hijo ingrato de su esclava, de Aquella que, en el momento solemne de convertirse en la Madre de Dios hecho hombre, se llamó a sí misma la esclava del Señor: «Ecce ancilla Domini». Esta Madre amantísima sabrá también apoyar nuestras súplicas, hacer convincentes nuestros argumentos, transformar en gratos nuestros ruegos y hacernos experimentar que nuestra Madre no es menos tierna ni menos generosa en el cielo de lo que, bien a su costa, fue en el Calvario en el momento, el más solemne para Ella, en el que nos engendró a todos con su amor»
Fr. Gerardo di Flumeri