Al Padre Pío de Pietrelcina, al menos desde que
recibió en su cuerpo las "llagas"
de Cristo crucificado el 20 de septiembre de 1918, los fieles lo encontraban o
en el altar, celebrando la Misa, o en el confesonario, administrando el
Sacramento de la Reconciliación. Y, en un intento de desvelar el interior de este
santo sacerdote, se ha escrito: «Al
celebrar la Misa, el Padre Pío unía sus sufrimientos a los del Salvador y
recogía los frutos de la Redención para repartirlos luego a los hombres en sus
consejos, en sus exhortaciones y, sobre todo, en el Sacramento de la
Reconciliación».
La consecuencia de esas dos afirmaciones anteriores es
muy clara: Si el Padre Pío cumplió la "misión
grandísima" que le había confiado el Señor, y de modo muy eficaz, en
el altar, como expuse en el último escrito de esta página web, no la cumplió con
menos eficacia cuando «confesaba de la
mañana a la noche».
Las palabras del Papa Pablo VI que acabo de citar: «confesaba de la mañana a la noche», no
son una frase retórica. El Padre Pío con frecuencia pasaba en el confesonario
hasta 15 y más horas diarias. Tenemos los testimonios de los doctores
Romanelli, Festa y Bignami, que, en los años 1919 y 1920, examinaron las
"llagas" del Padre Pío por encargo de los Superiores de la Orden
capuchina y del Vaticano. Sorprendidos de que el Fraile capuchino, con una
alimentación tan exigua como la que tomaba, pudiera trabajar tantas horas, señalaron
un hecho, que uno de ellos lo escribió con estas palabras: «Había días en los que llegaba a estar confesando quince, dieciséis y
hasta diecinueve horas». Lo acredita también el "Voto" o informe que
entregó al Santo Oficio el carmelita Rafael Carlos Rossi, que, en junio de
1921, realizó la Visita Apostólica a San Giovanni Rotondo que le había
encomendado el Vaticano. En su interrogatorio al padre Lorenzo de San Marco in
Lamis, Superior de los Capuchinos de San Giovanni Rotondo, le preguntó en
relación al Padre Pío: «¿Es verdad que
está hasta 16 horas en el confesonario?». Y el padre Lorenzo: «Hasta ahora, sí; de tal forma que celebra
incluso a las 12:30 y a las 13». Tenga en cuenta el lector que estos
testimonios son de los años 1920 y 1921, que el Padre Pío murió en el año 1968
y que la afluencia de fieles a San Giovanni Rotondo, entre otros motivos, para
confesarse con el que ha sido llamado «Mártir
del confesonario», era cada día más numerosa.
Al cumplir su "misión grandísima" como confesor, por el Padre Pío pasaban a
los penitentes abundantísimas gracias del cielo. Lo podrían acreditar los
cientos y miles que se arrodillaron ante su confesonario. Tenemos además el
testimonio del Fraile capuchino. En carta de 3 de junio de 1919 comunicaba al
padre Benedicto, uno de sus dos Directores espirituales: «No dispongo ni de un minuto libre; todo el tiempo lo dedico a liberar
a los hermanos de las garras de Satanás. ¡Bendito sea Dios! Vienen aquí
innumerables almas de toda clase social, de ambos sexos, con el único objeto de
confesarse. Se dan espléndidas conversiones».
Y aparece también aquí, como en otras muchas
situaciones, la profunda humildad del Fraile capuchino. Convencido, sin duda,
de que la fuente única de todas esas gracias del cielo es el Sacramento, de que
él nada especial ponía de su parte y de que lo que el Señor realizaba por su
mediación lo hace por medio de todos los confesores, diez días más tarde de la
carta anterior escribió al padre Agustín, su otro Director espiritual: «Ruegue al padre Provincial que envíe muchos
trabajadores a la viña del Señor, porque es una auténtica crueldad y tiranía
despedir a cientos, e incluso a miles, de almas al día, que vienen de países
lejanos con el único fin de lavarse de sus pecados, sin haberlo podido
conseguir por falta de sacerdotes confesores». Pero la realidad era que, si
bien en el convento de San Giovanni Rotondo había otros sacerdotes, al que
buscaban los peregrinos para confesarse era al Padre Pío, y, con tal de
conseguirlo, esperaban contentos doce, quince, veinte... días, aunque tuvieran
que pasar la noche en descampado o, en los meses de verano, dejar para más
adelante la recolección de las cosechas.
Al Padre Pío confesor Dios le regaló, sí, muchos
dones, incluso extraordinarios, que le capacitaron para realizar con acierto
este ministerio; pero le exigió grandes sufrimientos para colaborar con Cristo
en lo que el Capuchino de Pietrelcina, en la carta antes citada del 3 de junio
de 1919, llama «la mayor obra de caridad:
arrancar a Satanás las almas apresadas por él y ganarlas para Cristo», o,
en otras palabras, para realizar, por este medio, su "misión grandísima".
A los dones extraordinarios de profecía y de
penetración de las conciencias, que le permitían -y lo hacía con frecuencia-
adelantarse a enumerar los pecados que debía manifestar el penitente, expulsar
del confesonario a los que se acercaban con otros fines, como intentar ver las
"llagas" de sus manos,
sentir "el perfume del Padre Pío"...,
negar la absolución porque no descubría en el penitente los requisitos de
arrepentimiento y de propósito de la enmienda necesarios para recibirla..., tenemos
que añadir los de una paciencia y un aguante casi ilimitados y el de una
generosidad tal que no son posibles en el ser humano sin una gracia especial del
Señor. Al escribir a su Director espiritual: «Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor de Dios y el amor
del prójimo», el Padre Pío descubría, sin duda, en ello un gran regalo de «nuestro sumo Bienhechor», Dios.
Para el Padre Pío colocarse en el confesonario era un tormento.
Así lo manifestó a un sacerdote: «¡Si te
dieras cuenta de lo tremendo que es sentarse al tribunal de la confesión! Somos
nosotros, los confesores, nada menos que administradores de la Sangre de
Cristo. Y ¡qué cuidadosos y atentos debemos estar para no maltratarla!». Pero,
como se ha dicho ya, él aceptó gustoso este tormento y se dedicó durante toda
su larga vida sacerdotal, y por muchas horas al día, a este ministerio.
A otro sacerdote, éste inglés, el Padre Pío le regaló
esta confidencia: «Las almas no me vienen
de regalo, ni mucho menos. Si supieras cuánto cuesta un alma. Las almas se
compran a muy alto precio. No ignoras lo que costaron a Cristo. Pues ahora es
preciso que nosotros las paguemos con la misma moneda». Y el Padre Pío
ofreció al Señor esa moneda. El 29 de noviembre de 1910, después de
manifestarle al padre Benedicto la necesidad que experimentaba, desde hacía
algún tiempo, de ofrecerse víctima al Señor por los pecadores y por las almas
del purgatorio, y antes de pedirle autorización para hacerlo, le escribió: «Es cierto que ya he realizado varias veces
esta ofrenda al Señor, suplicándole que quiera derramar sobre mí los castigos
que están preparados para los pecadores y para las almas que purgan, incluso
centuplicándolos, con tal que convierta y salve a los pecadores y admita pronto
en el paraíso a las almas del purgatorio».
Dejando sin señalar otros sufrimientos, uno especialmente
doloroso para el Padre Pío confesor era negar la absolución al penitente que no
juzgaba preparado para recibirla. Y el Padre Pío aceptó también este
sufrimiento y se lo ofreció al Señor, aunque las consecuencias de hacerlo
fueran muy exigentes para él. La menos importante eran las críticas que le
llegaban por este modo de proceder. Las que le afectabas más de lleno eran, sin
duda, la situación del que había decidido permanecer en el pecado y su angustia
personal hasta que lo veía regresar arrepentido al confesonario. Y no podía
olvidar las muchas horas que tendría que dedicar a la oración hasta conseguir
de Dios que ese penitente volviera en busca de la absolución. A su Director
espiritual lo manifestó así: «Cuántas
veces, por no decir siempre, me toca decirle a Dios juez, como Moisés:
"perdona a este pueblo o bórrame del libro de la vida"».
Elías
Cabodevilla Garde