Como Jesús, que vino para que tengamos vida y vida abundante (cfr. Jn 10, 10).
En el contexto de la alegoría
del “buen pastor”, las palabras de Jesús adquieren un contenido especial: «Yo he venido para que tengan vida y la
tengan abundante. Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las
ovejas» (Jn 10, 10-11). Por
tanto, Jesús ha venido al mundo para que los hombres tengamos vida y vida
abundante; vida aquí en este mundo y vida para siempre en el más allá. Para
ofrecernos esa vida «pasó haciendo el
bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hech 1l, 38) y derramó su sangre «por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28). Y entregó su vida como Buen Pastor, con una entrega que
reúne todos los matices que señala el Salmo 23 (22) y que implica la mayor
prueba de amor: «Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus
amigos» (Jn 15, 13).
Pero, en Jesús,
tenemos algo más que un enviado de Dios para darnos vida. Él es la vida, como
lo proclamó ante el apóstol Tomás: «Yo
soy el camino y la verdad y la vida» (Jn
14, 5-6).
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Ningún ser humano,
fuera de Jesús, puede decir que él es la vida; tampoco el Padre Pío. El Capuchino
de Pietrelcina, al escribir en el recordatorio de su Primera Misa: «Jesús… que yo sea contigo para el mundo
Camino Verdad Vida», pensaba, sin duda alguna, en ser vida para el mundo, no
porque iba a ofrecer a los hombres su propia vida, sino porque la ordenación
sacerdotal, que había recibido cuatro días antes, le capacitaba para ofrecer a
los hombres la vida de Cristo, sobre todo por los sacramentos. Y esa vida de
Cristo la quería ofrecer «contigo»,
es decir: con Jesús y como Jesús. Por lo mismo, dando su propia vida al ofrecer
la vida de Cristo; dándola con amor y movido por el amor; y dándola, si le
fuera posible, a todos.
·
También para el Padre era muy claro que el que ofrece con más acierto la
vida de Cristo es el que se deja vivificar por él y se empeña en adquirir esa
vida divina. Baste decir aquí que el Capuchino de Pietrelcina vivió con
generosidad estas dos realidades.
·
En la “misión grandísima” que
el Señor le había confiado, como le reveló cuando se preparaba para la vida
capuchina en el noviciado de Morcone, el Padre Pío incluía de modo muy especial
ésta de ofrecer a los hombres la vida de Dios, fruto precioso de la muerte y
resurrección de Cristo, tras su pérdida por el pecado de Adán y Eva.
- Como afirmó Juan Pablo II en
la homilía de la Canonización del nuevo Santo, el 16 de junio del 2002, el
Padre Pío tenía «una conciencia muy clara
de haber sido llamado a colaborar de manera peculiar en la obra de la redención»,
redención en favor de los hombres que implica, como es sabido, la liberación
del pecado y la vida nueva de hijo de Dios. Conciencia clara que la manifestaba
en frases como éstas: «Liberar a mis
hermanos de los lazos de Satanás», «Poner
fin a la ingratitud de los hombres para con Dios, nuestro sumo Bienhechor»,
«Dar la vida por los pecadores para
hacerles participar después de la vida del Resucitado»…
- A colaborar en la obra de la
redención o, lo que es lo mismo, a ofrecer la vida divina a los hombres, el
Padre Pío se sentía impulsado tanto por el amor a Dios como por el amor al
prójimo. Dos amores que lo devoraban, como manifestó al padre Benedicto en
noviembre de 1921: «Todo se compendia en
esto: estoy devorado por el amor de Dios y el amor del prójimo». Que el
amor a Dios urge a amar al prójimo, lo expresó muy bellamente en una carta al
padre Agustín de 8 de septiembre de 1913: «Para
el alma inflamada del amor divino el socorrer las necesidades del prójimo es
una fiebre que le va consumiendo lentamente. Daría mil veces la vida si pudiera
lograr que una sola alma bendijese una sola vez al Señor». Y siguió
escribiendo: «Siento que esta fiebre me
devora». Y no le urgía menos el amor al prójimo. Al padre Benedicto, que le
había transmitido la queja del padre Agustín de que lo tenía abandonado y le
invitaba a practicar la caridad, le escribió el 3 de junio de 1919: «Les ruego, a usted y a los demás, que no me
molesten con llamadas a la caridad, pues no hay mayor caridad que conquistar
las almas encadenadas por Satanás, ganándolas para Cristo. Y esto precisamente
es lo que hago incesantemente de día y de noche».
- El Padre Pío, al ofrecer la
vida divina, quiso, como Jesús, llegar a todos los hombres sin excepción. Con
qué vehemencia lo manifestó al padre Agustín el 28 de junio de 1911: «Padre mío, si pudiera volar, quisiera hablar
alto y gritar a todos con todas mis fuerzas: Amad a Jesús, pues es digno de ser
amado».
- Y el Padre Pío, a ejemplo del
Buen Pastor, usó todos los medios a su alcance para que la vida de Cristo
llegara a los hombres. Solía repetir: «Salvar
las almas orando siempre»; y esto escribió al padre Benedicto el 12 de
noviembre de 1929: «Estoy cansado,
extremadamente cansado de clamar al Altísimo… Comprendo que no merece ser
escuchado quien no es digno de su amor; pero ¿no podría escuchar la oración de
quien le suplica sin interés propio y sí solo por el bien de sus hermanos?».
Sabía que, en la confesión, Dios, además perdonar los pecados, que matan o
hieren la vida divina en el pecador, vigoriza esa vida con los dones que ofrece
al que lo celebra; y, ya en San Giovanni Rotondo, dedicó muchas horas diarias, a
lo largo de 52 años, a administrar este Sacramento. Era muy consciente de que
la Eucaristía renueva y actualiza la muerte y la resurrección de Cristo, fuente
de la vida divina para los hombres; y, como dijo Pablo VI, la celebraba «humildemente». Sin referirme, por falta
de espacio, a otros medios que usó el Santo capuchino, diré una palabra sobre el
que era especialmente querido por él. A la Virgen María la veía como Camino que
conduce a Jesús, que, como se ha dicho, es la vida y ha venido para que tengamos
vida y vida abundante; y la veía también como Mediadora de todas las gracias,
en las que su Hijo nos ofrece su vida a los hombres; y el Padre Pío, además de
amar con amor tierno y filial a María, fue
el gran promotor de la devoción mariana.
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Porque, como Jesús
y con él, quiso ser vida para el mundo, y, como él, ofreció esa vida divina por
todos los medios a su alcance y, al menos con su deseo, a todos los hombres,
podemos llamar al Padre Pío, como lo hacía fray Modestino, “fotocopia de Cristo”.
Elías Cabodevilla Garde