No fue el Padre Pío el que pidió al Señor esa “misión grandísima”.
Se la confió el Señor y le manifestó esta encomienda a la temprana edad de
15-16 años, cuando el muchacho de Pietrelcina se formaba para capuchino, en el
convento de Morcone, en el año del noviciado. Y parece claro que, para cumplir
esa “misión grandísima”, el Fraile capuchino se sentía urgido también a
saltarse todas las normas de “buena educación” y a hacerse presente incluso donde
no era ni buscado ni llamado, no sé si también donde era rechazado.
Los testimonios de quienes han sentido el “perfume del Padre Pío”,
indican que esto sucedía y sucede tanto a personas que ya conocían al Santo como
a quienes nunca habían oído hablar de él; a devotos que le habían invocado
pidiéndole una gracia o un milagro y a otros que nunca se habían encomendado a sus
oraciones; a conocedores de este modo de manifestarse del Fraile capuchino, tan
grato y sorprendente al olfato, y también a quienes ignoraban absolutamente
este hecho…
Lo mismo se puede afirmar de quienes recibieron o reciben gracias
especiales del Señor a través del Santo de Pietrelcina. Por eso, si sus
intervenciones no fuesen tan beneficiosas, muchos de los que ni ellos ni otros
de su entorno habían acudido a él le podrían decir: «Padre Pío, «¡donde no te
llaman para qué te querrán!». Y, además, al Fraile capuchino le gustaba, y, al
parecer, le gusta, “hacerlo como de puntillas”, para que el beneficiado por su
acción paternal y protectora necesite un tiempo para saber quién ha intervenido
en acción caritativa tan sorprendente.
Los hechos a los que me refiero fueron muchos en vida del Padre
Pío. El del General Cardona aparece en casi todas las biografías y lo tomo de
una de ellas: «En noviembre de 1917,
durante la primera guerra europea, el ejército italiano sufrió una gran derrota
en Caporetto. Como primera consecuencia del desastre fue depuesto de su cargo
el General Luis Cadorna, Comandante en jefe del ejército italiano, y sustituido
por el General Armando Díez. Las críticas acerbas que se hacían del general
derrotado y, sobre todo, el hecho mismo de la derrota, sumieron al General en
una depresión nerviosa tal que decidió acabar con su vida. Acampaba entonces el
General en una tienda de campaña, preparada exprofeso para él, en el palacio
Zara de Treviso. Los centinelas tenían orden rigurosa de no dejar pasar a nadie
por ningún motivo a la tienda del General. En el momento trágico en que el
General tenía desenfundada su pistola para consumar el suicidio, aparece frente
a él, de forma inexplicable, un religioso vestido de hábito capuchino. Pudo
percibir en aquel momento, como así lo recordaba después el General, un fuerte
y agradable perfume de violetas o rosas. Tenía aquel fraile las manos teñidas
de sangre; se planta enérgico ante el General, le dirige una mirada penetrante
y le dice: - “¡Nada de matarse! ¡No debes cometer semejante locura! ¡Enfunda
otra vez la pistola!”. El General quedó atónito, estremecido. Como por ensalmo
cambió su estado de ánimo, se sintió otro hombre. No sabía en qué pensar, ni
qué hacer. Recuperó la serenidad y obedeció humildemente. Transcurrió algún
tiempo y llamó al jefe de guardia para preguntarle cómo se habían quebrantado
órdenes tan terminantes como tenía dadas de que nadie penetrase en su tienda de
campaña. Los componentes de la guardia respondieron unánimemente que por allí
no habían visto pasar a nadie. El General seguía estupefacto, pero había
logrado superar la crisis y se preparaba valientemente para sobreponerse a
todos los sinsabores que le acarreó la derrota. Pasó el tiempo; contó más de
una vez el General a sus íntimos lo que en esta fecha aciaga de su vida le
había ocurrido; algunos de sus amigos le hicieron observar que tal religioso no
podía ser otro que el padre Pío, el famoso estigmatizado, de quien por entonces
se contaban maravillas. Más tarde, en 1920, partió el General de incógnito para
san Giovanni; no comunicó a nadie su personalidad ni el objeto de su visita.
¡Cuál sería su extrañeza cuando, sin llegar todavía a la portería del convento,
oye que le llaman por su nombre y que le dicen que el padre Pío le esperaba! Ya
a la vista del padre Pío, lo reconoció inmediatamente. - “Pero, ¡si éste es el
mismo fraile que se presentó ante mí en aquella ocasión”, exclama, sin poderse
contener. Se le acerca el padre Pío y confidencialmente le dice: - “¡Mi
General! ¡Qué mal lo pasamos aquella noche!, ¿no es verdad?”».
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Este suceso, del que fui
informado hace algún tiempo por quien intervino en la última parte del relato,
-evito los datos que permitirían identificar a la persona beneficiada, porque
no he podido comunicarme con ella para obtener su autorización- indica que el Padre Pío sigue acercándose,
también después de su muerte, como padre y protector, aun sin ser llamado.
Una caída de cabeza desde un animal en
el que cabalgaba por el monte. Traslado a un hospital en helicóptero. El médico
que le había atendido en urgencias que pregunta: - «Pero, ¿aún vive la persona aquella? De
sobrevivir, para siempre tetrapléjica, con graves secuelas cerebrales. Tan sólo
un 1% de los que sufren estas caídas sobreviven». Y los médicos enfadados al
saber que el “enfermo” no hacía el reposo prescrito…
Pero al “enfermo”, a las pocas semanas
del terrible suceso, la persona que me informó lo encontró trabajando en su profesión,
sin secuelas, como si nada hubiera pasado...
Al escuchar el relato de hecho tan
sorprendente, le preguntó: - «¿Recuerda qué día sucedió su accidente?». - «¡Claro
que lo recuerdo! Fue el pasado veinticinco de mayo». Cuando, a los pocos días,
esta devota del Santo de Pietrelcina pudo entregar una estampa de San Pío a la
que, según la medicina, tendría que ser de por vida una persona tetrapléjica,
ésta, al ver la fotografía, sonrió como si ya lo conociera desde algún tiempo y
le preguntó quién era. Y ella: «Es el Padre Pío, San Pío de Pietrelcina; y el día que usted se cayó, el 25 de mayo, sus devotos celebramos
el aniversario de su nacimiento. Y usted volvió a nacer de nuevo ese día». Agarró
fuertemente la mano de quien le regaló la estampa y, con una sonrisa de oreja a
oreja, le dio las gracias.
Elías Cabodevilla Garde