El Padre Pío, urgido por el amor a Dios y por el amor al prójimo, como señalé
en el escrito anterior de esta etiqueta de la página web, se entregó de lleno a
cumplir la “misión grandísima” que el Señor le había confiado. Lo hizo de
muchos modos. Uno de ellos fue la oración.
Tanto que Juan Pablo II, en la homilía de la canonización del Santo, el 16 de
junio del 2002, pudo decir: «La razón
última de la eficacia apostólica del Padre Pío, la raíz profunda de tan gran fecundidad
espiritual, se encuentra en la íntima y constante unión con Dios, de la que
eran elocuentes testimonios las largas horas pasadas en oración».
- El valor de la oración en favor de los demás el Padre Pío lo aprendió en
el Evangelio. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos lo enseña con sus
palabras y con su ejemplo. En el Padrenuestro, nos invita a pedir a Dios Padre
para todos: que nos enriquezca con los bienes de su Reino, que hagamos su
voluntad en la tierra como se hace en el cielo, que perdone nuestras ofensas,
que no nos deje caer en la tentación, que nos libre del mal... Jesús nos pide además
que roguemos al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies, para que siembren
en todas partes la buena semilla de la Palabra y la cuiden para que dé el fruto
del ciento por uno. Y su oración al Padre desde lo alto de la cruz nos queda
como ejemplo permanente de lo que hemos de suplicar a Dios para los que le
ofenden con el pecado: «Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen».
- El librito “Buenos días… (Un pensamiento
para cada día del año)”, nos ofrece, para el día 12 de febrero, este mensaje
del Padre Pío: «Salvar las almas orando
siempre». Es esto lo que hacía el Capuchino de Pietrelcina: «Las oraciones que tú me pides, no te faltan
nunca, porque no puedo olvidarme de ti que me cuestas tantos sacrificios. Te he
dado a luz a la vida de Dios con el dolor más intenso del corazón». Y es lo
que aconsejaba y pedía a los demás: «Rogad
por los malos, rogad por los fervorosos, rogad por el Sumo Pontífice y por
todas las necesidades espirituales y materiales de la santa Iglesia, nuestra
tiernísima madre, y elevad una súplica especial por todos los que trabajan por
la salvación de las almas y por la gloria del Padre celestial».
- Al parecer, el
Señor quiso dar un poder de impetración muy especial a la oración del Padre Pío en favor de los
demás, pues esto es lo que el Fraile capuchino escribió a su director espiritual,
el padre Benedicto de San Marco in Lamis, el 26 de marzo de 1914: «En cuanto me pongo a orar, inmediatamente
siento mi corazón como invadido por una llama de un vivo amor... Es una llama
delicada y muy dulce, que consume y no causa ninguna pena»; y unos meses
antes, el 1 de noviembre de 1913: «Lo que
sí sé decir de esta oración es que me parece que el alma se pierde totalmente
en Dios... Otras muchas veces me siento impelido por un ímpetu muy vehemente;
siento que Dios me aprieta, me parece que voy a morir. Todo esto nace... de una
llama interior y de un amor excesivo que, si Dios no acudiese en mi ayuda en
seguida, me consumiría».
- Más
sorprendente si cabe, incluso para el mismo Padre Pío, es lo que escribió al
padre Benedicto el 20 de diciembre de 1913: «Mire qué fenómeno tan curioso se va dando en mí desde hace algún
tiempo, aunque no me preocupa mucho. En la oración me sucede que me olvido de
orar por aquellos que me habían pedido oraciones e incluso de aquellos por los
que tenía intención de orar… Y a veces, estando en oración, me siento impulsado
a orar por los que no había pensado orar y, lo que es más maravilloso, a favor de
aquellos que nunca he conocido, ni oído, ni visto, ni me lo han pedido ni
siquiera por medio de otros. Y el Señor, antes o después, atiende siempre estas
súplicas».
- El Padre Pío, también
para responder a estos dones misteriosos del Señor, no cesaba de pedir y suplicar
por los demás, aunque esto le supusiera olvidarse de sí mismo. Lo escribe a su
segundo director espiritual, el padre Agustín de San Marco in Lamis, el 16 de febrero de 1915: «Si el orar por los demás no incluyese también
el pedir por uno mismo, la más olvidada sería mi alma; y esto, no porque no se
reconozca necesitada de los divinos auxilios, sino porque le faltaría tiempo
material para presentar al Señor sus necesidades. Parece imposible; y sin
embargo esto es lo que me sucede de ordinario».
- Y las súplicas
más vehementes del Fraile capuchino al Señor las elevaba con insistencia, en
largas horas de oración por la noche, cuando había negado la absolución a
alguno de los penitentes que, sin las disposiciones adecuadas, se había
acercado a él para celebrar la confesión. Lo escribe al padre Benedicto el 20
de noviembre de 1921: «¿Y por los
hermanos? ¡Ay de mí! Cuántas veces, por no decir siempre, me toca decir a Dios
juez, con Moisés: O perdonas a este pueblo o bórrame del libro de la vida».
Elías Cabodevilla Garde