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martes, 2 de julio de 2013

El Padre Pío de Pietrelcina, “fotocopia de Cristo” (4)


«Hombre de sufrimiento» (Pablo VI)

San Mateo escribe en el capítulo dieciséis de su Evangelio: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado» (Mt 16, 21). Y si fueron muy dolorosos para Jesús los padecimientos físicos: los azotes, la corona de espinas, el peso de la cruz, los clavos que atravesaron sus pies y sus manos…, lo fueron mucho más los sufrimientos morales: el beso traidor de Judas, las negaciones de Pedro, el abandono de los apóstoles, el «crucifícale, crucifícale» de los judíos, el «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», gritado a su Padre desde lo alto de la cruz (Mc 15, 34).
Jesús, además, enseñó que, para ser discípulo suyo, es necesario cargar con la cruz: «Entonces dijo a los discípulos: “El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y mi siga”» (Mt 16, 24).
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La vida del Padre Pío estuvo marcada por el sufrimiento: sufrimientos físicos, muy dolorosos; y sufrimientos morales, que le hirieron en lo más profundo de su espíritu. No sólo eso; el Padre Pío amó el sufrimiento, pidió a Dios la gracia de sufrir, y el sufrimiento fue para él «Mi alimento diario, mi ¡delicia!».
Difícil ofrecer la lista completa de los sufrimientos físicos del Padre Pío. Habría que enumerar sus múltiples y misteriosas enfermedades: «No te entiendo, no sé qué hacer contigo», le dijo el médico cuando el joven capuchino no había cumplido todavía los 25 años; sus continuos ayunos, también porque el estómago no le aceptaba la comida; su trabajo extenuante de quince y más horas diarias en el confesonario; sus largas vigilias de oración por la noche; las llagas del Crucificado en sus manos, pies y costado: «¿Crees que Jesús me las ha dado como simple condecoración?»; la “sexta llaga” o llaga en el hombro derecho, que, por manifestación, en el año 1948, al entonces joven sacerdote Carlos Wojtyla, después Papa con el nombre de Juan Pablo II, era la que más dolor le producía, la que nadie conocía y la que nunca había sido curada; la flagelación y coronación de espinas, experimentadas por él al menos una vez por semana, que le herían en el centro de su alma pero no por eso dejaban de producir sufrimientos en el cuerpo…
Pero más dolorosos que los físicos fueron sus sufrimientos morales. Ante todo, las llagas, que le causaban, como confesó a su Director espiritual, además de los sufrimientos físicos antes mencionados, «una confusión y una humillación indescriptible e insostenible»; las visitas médicas para examinar sus llagas, impuestas tanto por las Autoridades de la Iglesia como por las de la Orden; su aislamiento de los fieles y la prohibición, durante más de dos años, de todo ministerio sacerdotal, a excepción de la Misa, que debía celebrar en la capilla interna del convento; las calumnias gravísimas contra su persona y su ministerio; las «violentas y asiduas» tentaciones contra la fe, la esperanza y la pureza; y, sobre todo, el fenómeno místico de la «noche oscura», que le acompañó durante casi toda su vida y le llevó a escribir: «Preferiría llevar mil cruces y hasta me sería dulce y llevadera toda cruz, si no tuviese esta prueba de sentirme siempre en la duda de si agrado o no al Señor en mis obras».
A la persona que le comentó: «Padre, usted ama lo que yo temo», respondió el Padre Pío: «Yo no amo el sufrimiento por el sufrimiento; lo pido a Dios, lo suplico, por los frutos que me aporta: da gloria a Dios, me alcanza la salvación de mis hermanos en este destierro, libra a las almas del fuego del purgatorio, y ¿qué otra cosa puedo desear?».
Y el Padre Pío deseó el sufrimiento y pidió la gracia de sufrir, sobre todo, para responder al proyecto de Cristo que le asoció a su pasión. Cuando, en junio de 1921, el Visitador enviado por el Vaticano, monseñor Rafael Carlos Rossi, le pidió: «Que cuente detalladamente lo relacionado con los llamados “estigmas”», el Padre Pío respondió así: «El 20 de Septiembre de 1918, después de la celebración de la Misa, cuando me encontraba en el Coro en la debida acción de gracias, de forma repentina, fui presa de un fuerte temblor; después me invadió la calma y vi a Nuestro Señor en la actitud de quien está en la cruz, pero no se me quedó grabado si tenía la cruz, lamentándose de la mala correspondencia de los hombres, sobre todo de los consagrados a él y más favorecidos por él. De aquí se deducía que él sufría y que deseaba asociar almas a su Pasión. Me invitaba a compenetrarme con sus dolores y a meditarlos; al mismo tiempo, a ocuparme de la salvación de los hermanos. Enseguida, me sentí lleno de compasión por los dolores del Señor y le preguntaba qué podía hacer. Oí esta voz: “Te asocio a mi pasión”. Y enseguida, desaparecida la visión, volví en mí, recobré el sentido y vi estas señales de las cuales goteaba sangre».
¿Cuándo el Padre Pío, a la pregunta de Cleonice Morcaldi «Qué es el sufrimiento para usted», respondió, como he indicado antes: «Mi alimento diario. Mi ¡delicia!», estaba indicando que el Señor le concedía vivir al mismo tiempo las dos realidades: el dolor y la alegría, el sufrimiento y el gozo? Me aventuro a decir que sí.
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En los escritos anteriores, he llamado al Padre Pío, a San Pío de Pietrelcina, “fotocopia de Cristo” porque, identificado con los ideales de quien vino al mundo para glorificar al Padre y salvar a los hombres, «Celebraba la Misa humildemente», «Confesaba de la mañana a la noche» y «Era hombre de oración». Hoy, con fray Modestino, le repito este título, porque, como Jesús, fue «hombre de sufrimiento».

Elías Cabodevilla Garde

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