«Confesaba de
la mañana a la noche» (Pablo VI)
Jesucristo,
enviado por Dios al mundo «no para juzgar
al mundo sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17), «pasó haciendo el
bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hech 10, 38).
El primer
elemento de esa curación fue la liberación del pecado. Al paralítico que, en Cafarnaúm,
llevado entre cuatro en una camilla, colocaron ante Jesús, éste le dijo en
primer lugar: «Hijo, tus pecados te son
perdonados»; después le dirá también:
«levántate, coge tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 3-11). A la mujer sorprendida en adulterio, que los escribas
y fariseos le llevaron para preguntarle si debían apedrearla, como mandaba la
ley de Moisés, Jesús le dirá: «Tampoco yo
te condeno. Anda y en adelante no peques más» (Jn 8, 3-11).
Y
para que esta liberación del pecado se ofrezca a los hombres de todos los
tiempos, Cristo, ya resucitado, dirá a sus discípulos: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados» (Jn 29,
22-23).
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El Padre
Pío de Pietrelcina, desde su llegada a San Giovanni Rotondo en 1916, dedicó la
mayor parte de su tiempo y sus mejores energías al ministerio de la confesión.
Se le ha llamado con toda razón "El Padre que confiesa",
"Mártir de la confesión"... ¿Le resultaba apetecible este ministerio? Esto es lo que dijo a un
sacerdote: «Si supiese usted qué terrible es sentarse en el tribunal de la
penitencia… Somos administradores de la sangre de Cristo. Estemos atentos a no
derramarla con facilidad y ligereza».
El
Padre Pío llegó a estar hasta quince y más horas diarias en el confesonario,
algo inexplicable en un hombre afectado por diversas enfermedades, aunque éstas
fueran misteriosas; consumido por continuos achaques; que de continuo perdía
sangre por las heridas de sus llagas; que se alimentaba, cuando lo hacía, con
un poco de menestra al mediodía y un poco de sopa, a veces, a la noche…
Desde
el principio, y más desde que las llagas se hicieron visibles en su cuerpo el
20 de septiembre de 1918, hombres y mujeres llegaban de todas partes para
confesarse con él. En el convento de Capuchinos había otros sacerdotes, pero al
que buscaban los peregrinos era al Padre Pío; y, con tal de confesarse con él,
esperaban contentos hasta 15 y más días en San Giovanni Rotondo.
Si el
trabajo era abrumador: «Son ya diez y nueve horas las que llevo sujeto al
trabajo. Un esfuerzo superior a mis fuerzas, al que estoy haciendo frente como
puedo, sin un momento siquiera de descanso», fueron mucho más dolorosos los
dos años, de junio de 1931 a julio de 1933, en los que, como consecuencia de
gravísimas calumnias contra él, quedó recluido entre las cuatro paredes del
convento. Se sentía «devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo, que le impulsaban a «liberar a
mis hermanos de los lazos de Satanás», a «dar la vida por los pecadores
y hacerles participar después de la vida del Resucitado» y a poner fin así a la «ingratitud
de los hombres para con Dios, nuestro Sumo Bienhechor», pero la Jerarquía de la Iglesia le prohibía
administrar el sacramento que mejor alcanza estos objetivos.
Al administrar el sacramento de la confesión,
el Padre Pío usaba todos los medios a su alcance para arrancar a sus penitentes
del pecado y conducirlos a Dios; también los dones especiales de profecía y de
penetración de las conciencias, que le permitían ‑y lo hacía a veces‑
adelantarse a enumerar los pecados que debía confesar el penitente; sin
excluir, cuando era necesario, la corrección severa e, incluso, negar la
absolución. Pero, luego, debía comprar esas almas y conseguir que todas
volvieran arrepentidas en busca del perdón. Escuchemos estas palabras dichas a
un sacerdote inglés: «¡Si supieras cuánto cuesta un alma! ¡Las almas
se compran y a muy caro precio!». Y a su Director espiritual
escribió: «Cuántas veces, por no decir siempre, me toca decirle a Dios juez,
junto con Moisés: “Perdona a este pueblo o bórrame del libro de la vida"».
Entre otros, estos tres convencimientos orientaban al
Padre Pío en su ministerio de confesor:
- 1º. Cuando
Dios perdona en el sacramento de la confesión ¡perdona!; más aún: ¡destruye el
pecado! Como consecuencia: «No se debe
volver ni con el pensamiento ni en la confesión a los pecados ya acusados en
confesiones anteriores. Por nuestra contrición Jesús los ha perdonado en el
tribunal de la penitencia… Con un gesto de infinita generosidad ha rasgado, ha
destruido, las letras de cambio firmadas por nosotros al pecar, y que no
habríamos podido pagar sin la ayuda de su clemencia divina».
- 2º. Porque
en la confesión Dios ofrece, no sólo el perdón, sino también la paz, es decir:
su gracia renovadora, hay que celebrarla con frecuencia. «Yo no me puedo resignar a tener a las almas más de ocho días alejadas
de la confesión».
- 3º. Porque el confesor ofrece los dones de
la misericordia divina, tiene que actuar siempre con misericordia y amor.
Hermoso el testimonio que nos ha dejado el papa Juan Pablo II en un breve
escrito del 5 de abril del 2002. En abril de 1948, al año siguiente de su
ordenación sacerdotal, cuando estudiaba en Roma, Carlos Wojtyla se desplazó a
San Giovanni Rotondo y se confesó con el Padre Pío: «Durante la confesión resultó que el padre
Pío ofrecía un discernimiento claro y sencillo, dirigiéndose al penitente con
gran amor».
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Al Padre Pío, también porque liberó a los oprimidos
por el diablo y les ofreció, como Jesús y en su nombre, el perdón de los pecados
y la vida nueva de la gracia, podemos llamarle, como lo hacía fray Modestino, “fotocopia
del Cristo”.
Elías
Cabodevilla Garde