Al
Padre Pío de Pietrelcina acudían hombres y mujeres de los cinco continentes, a
implorar gracias, con frecuencia por largo tiempo deseadas, e incluso milagros.
Sin duda iban atraídos por su santidad, por los estigmas en sus manos pies y costado
que lo asemejaban a Cristo, por las muchísimas voces que, desde su experiencia
personal, pregonaban la fuerza intercesora ante el Señor del Fraile capuchino... Muchos lo hacían personalmente, viajando hasta San Giovanni Rotondo; otros, por
intermediarios o por carta.
En
relación a las cartas que llegaban al Padre Pío pidiéndole oraciones o
agradeciendo el fruto de las mismas, este
dato es muy iluminador. En junio de 1921 -recalco el año, porque el Padre Pío
murió en septiembre de 1968, 47 años más tarde, y el padre Agustín, en su “Diario”,
no deja de repetir que el número de cartas que llegaban de todo el mundo iba en
aumento- el Visitador apostólico Rafael Carlos Rossi, en el interrogatorio al
padre Ignacio de Jelsi, le preguntó: «si
las cartas se conservan», y la respuesta del padre Ignacio fue ésta: «Desde que estoy yo, sí, por mandado del
Provincial. Antes, cuando llegaban hasta 600-700 al día, se quemaban».
Entre estas cartas, tres muy especiales son las de
Carlos Wojtyla, más tarde Juan Pablo II, en los años 1962 y 1963. En 1962, el
17 de noviembre, desde Roma, donde participaba en el Concilio Vaticano II,
escribió al Padre Pío pidiéndole oraciones por una señora polaca, enferma de
cáncer… El día 28 del mismo mes, le escribió de nuevo para comunicarle que la
señora polaca, el día 21, sin ser intervenida quirúrgicamente como estaba
previsto, se encontró inesperadamente curada, y para darle las gracias en
nombre de la enferma curada (Wanda Poltawska) y de la familia de ésta. Y en
1963, el 14 de diciembre le escribió lo que sigue: «… Quisiera, por lo mismo, agradecerle calurosamente también en nombre de
los interesados, por sus oraciones a favor de una señora, médico católica,
enferma de cáncer, y del hijo de un
abogado de Cracovia, gravemente enfermo desde su nacimiento. Las dos personas están, gracias a Dios, bien.
Permítame, además, Padre Muy
Reverendo, encomendar a sus oraciones una señora paralítica, de esta
Archidiócesis. Al mismo tiempo me permito encomendarle las ingentes
dificultades personales que mi pobre obra encuentra en la situación presente».
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El Padre Pío, a casi medio siglo de su muerte, sigue
atrayendo a muchos a suplicar su intercesión ante el Señor, muchos más que
durante su vida terrena. Hay lugares más frecuentados que éste, pero en éste -no
lo excluyo en los demás- se percibe una sencillez, una autenticidad, una
ternura…, que encantan.
La iglesia atendida por los Capuchinos de San
Sebastián (España) está sita en la calle Oquendo, lugar céntrico de la ciudad. En
el interior del templo, a la entrada, a la izquierda, desde el 21 de junio del
2009, fecha en que el Papa Benedicto XVI peregrinó a San Giovanni Rotondo, hay una
copia de la estatua de San Pío de Pietrelcina del escultor italiano Arrighini.
Es de bronce, de 1,80 m. de altura, colocada a unos 40 centímetros del suelo. El
Santo está con las manos abiertas, en actitud de acogida.
Y son muchas las personas que, tanto al entrar en la
iglesia como al salir de ella, se detienen a orar ante el Santo. Y otras, cada
vez más, que, al pasar por delante de la iglesia, entran a saludar al Santo,
tocan sus manos con las manos, o las besan, o le colocan rosarios, o se llevan
los que otros han dejado en ellas, o le acarician el rostro… Lo que acontece
entre esas personas y el Santo lo saben sólo
ellos… y, sin duda, también en el cielo.
Elías Cabodevilla Garde