En los
escritos anteriores de esta “etiqueta” de la web, he presentado los “caminos misteriosos” por los que Dios
quiso asociar a la pasión de Cristo
al Padre Pío de Pietrelcina: las cinco
llagas del Crucificado en su cuerpo, la
transverberación, flagelación y
coronación de espinas, la llaga del
hombro o “sexta llaga”, los
sufrimientos físicos, los
sufrimientos morales, los
sufrimientos causados por sus hermanos en religión y la “noche oscura.
¿Cuál
fue la respuesta del Capuchino italiano? ¿Se contentó -ya sería mucho- con
aceptar y sufrir pacientemente lo que le fue enviando el Señor a lo largo de su
vida? No; fue más lejos y se ofreció al Señor, y repetidas veces, como víctima.
· El Padre Pío, a la luz de las palabras de San
Pablo: «Completo en mi carne lo que falta
a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24), deseó, y fue para él motivo
de alegría, sufrir con Cristo en favor de la Iglesia y de los hombres. Lo manifiesta
con claridad en la carta que escribió el
20 de septiembre de 1912 al padre Agustín: «No
deseo de ningún modo que se me aligere la cruz, porque sufrir con Jesús me es
grato… Él se elige almas y, entre éstas, contra todo merecimiento de mi parte,
ha elegido también la mía, para ser ayudado en la gran empresa de salvar a los
hombres. Y cuanto más sufren estas almas, sin consuelo alguno, tanto más se
alivian los dolores del buen Jesús. Éste es el motivo por el que deseo sufrir
cada vez más y sufrir sin consuelo, y aquí radica toda mi alegría» (Ep I, 303s). Como consecuencia, sufrir
con Cristo lo presentaba a sus hijos espirituales como un honor y una gracia. A
Rafaelina Cerase, por ejemplo, le escribió: «Las tribulaciones, las cruces han sido siempre la herencia y la porción
de las almas elegidas» (Ep II,
128); y a Assunta di Tomaso: «Considérate
afortunadísima por haber sido hecha digna de participar en los dolores del
Hombre-Dios» (Ep III, 441).
· Pero ser víctima es algo más; y ofrecerse
como víctima implica mucho más que aceptar pacientemente y sufrir, incluso con
alegría, lo que el Señor nos manda.
El
padre Melchor de Pobladura, en su obra “En
la escuela espiritual del Padre Pío de Pietrelcina” presenta así la realidad
de víctima: «Ser víctima, en el lenguaje
tradicional ascético, quiere significar donación total para ser habitualmente
inmolados por amor al Señor. No se trata por tanto de una simple aceptación más
o menos voluntaria de sacrificios o de sufrimientos etc. sino de la decisión
consciente de dejar vía libre a la acción purificadora y santificadora de Dios…
Esta totalidad de la ofrenda victimal, que debe distinguirse del denominado
voto “de lo más perfecto”, se expresa adecuadamente con el vocablo holocausto.
De hecho se trata del sacrificio radical del ser y del obrar, de lo que se es y
de lo que se tiene, del presente y del futuro, de la vida y de la muerte; de
una entrega, o mejor todavía, de una consagración amorosa sin límites ni
condicionamientos: de un sacrificio integral, completo y perfecto, ofrecido en
alabanza y gloria de Dios».
El
Padre Pío podría confirmar todo lo que afirma el padre Melchor de Pobladura,
apoyándose en su experiencia personal.
· Es muy probable que su ofrenda de víctima el
Padre Pío la hubiera realizado años antes; pero la primera alusión a la misma
la tenemos en el recordatorio de su Primera Misa, que la celebró en Pietrelcina
el 14 de agosto de 1910: «Jesús / suspiro
mío y vida mía. / Hoy que lleno de emoción Te / elevo / En un misterio de amor
/ Contigo sea yo para el mundo / Camino Verdad Vida. / Y para ti Sacerdote
Santo / Víctima Perfecta». (Ep I,
196, nota).
· En esta su ofrenda de víctima el Padre Pío
descubrió un proyecto y un regalo de Jesús. Lo manifiesta al padre Agustín en
carta del 5 de noviembre de 1912: «¿No le
dije que Jesús quiere que yo sufra sin consuelo alguno? ¿Acaso no ha sido él el
que me lo ha pedido y me ha elegido por una de sus víctimas?» (Ep I, 311). Un proyecto que Jesús se lo recodaba
de cuando en cuando al Padre Pío: «Hijo mío
-añadió Jesús- necesito víctimas para calmar la ira justa y divina de mi Padre;
renuévame el sacrificio de todo tú mismo y hazlo sin reservarte nada» (Ep I, 343).
· Esta ofrenda de víctima, a juzgar por lo que
escribió al padre Agustín el 26 de agosto de 1912, el Padre Pío la vivió
gozosamente. Antes de escribir: «¡Oh qué
hermoso el llegar a ser víctima de amor!», le había dicho: «Mire lo que me sucedió el viernes pasado.
Me encontraba en la iglesia en la acción
de gracias por la misa, cuando, de golpe, sentí herido el corazón por un dardo
de fuego tan vivo y ardiente que creí morir. Me faltan palabras adecuadas para
hacer comprender la intensidad de esta llama… El alma, víctima de esta
consolación, queda muda. Me parecía que una fuerza invisible me sumergía entero
en fuego. Dios mío, ¡qué fuego! ¡Qué dulzura!... De estos transportes de amor he sentido muchos… Pero esta vez, un
instante, un segundo más, y mi alma se habría separado del cuerpo, se habría
ido con Jesús» (Ep I, 300).
· Pero el gozo de ser víctima de ningún modo privó
al Padre Pío de indecibles sufrimientos. En la citada carta del 5 de noviembre
escribe: «Y es el dulcísimo Jesús el que
me ha hecho comprender todo el significado de víctima. Es necesario, querido
padre, llegar hasta el “consummatum est” (todo se ha cumplido) y el “in manus tuas” (en tus manos
encomiendo mi espíritu)» (Ep I, 311). Y días más tarde, en carta
del 18 de noviembre, le escribió: «Jesús,
su querida Madre y el Angelito con los otros me van animando, sin dejar de repetirme
que la víctima, para decirse tal, es necesario que pierda toda su sangre» (Ep I, 314s).
· De estos sufrimientos del Padre Pío víctima
tenemos que decir: que eran sufrimientos en el espíritu y en el cuerpo: «Jesús me ha concedido escuchar con claridad
su voz en mi corazón: “Hijo mío, el amor se conoce en el dolor. Lo sufrirás
agudo en el espíritu y más agudo en el cuerpo”» (Ep I, 328); que eran respuesta inmediata del Señor a la ofrenda del
Capuchino. Esto escribió al padre Benedicto el 27 de julio de 1918: «Mientras sucedía esto, tuve tiempo para
ofrecerme todo entero al Señor por aquella finalidad por la que el Santo Padre
había pedido a la Iglesia universal que ofreciera oraciones y sacrificios. Y
apenas había terminado de hacerlo, me sentí arrojar a ésta tan dura prisión y
sentí todo el estruendo de la puerta de esta prisión que se me cerraba detrás.
Me sentí aprisionado por durísimos cepos y sentí enseguida que se me iba la
vida. Desde aquel momento me siento en el infierno, sin ninguna pausa, ni
siquiera por un instante» (Ep I,
1053s); y que, en algunas fechas, eran más terribles. Lo manifestó al padre
Agustín el 1 de febrero de 1913: «Y en
algunos días especiales, en los que Jesús sufrió más intensamente en esta
tierra, me hace sentir el sufrimiento con mucha más vehemencia» (Ep I, 336).
· Ante lo que le repiten los que él ha enumerado
en el texto que he citado más arriba, el Padre Pío no se echó atrás. Persuadido
de la eficacia santificadora y apostólica de esta ofrenda victimal, la fue haciendo,
y reiterándola a lo largo de los años, por objetivos concretos: las intenciones
del Papa (Ep I, 1053), los pecadores (Ep I, 206, 210, 304, 678), las
necesidades espirituales de la Provincia religiosa a la que pertenecía (Ep I, 532, 542), sus Directores
espirituales (Ep I, 808, 825…), los
aspirantes capuchinos (Ep I, 874),
las almas que el Señor le había confiado (Ep
I, 1189)… Y la hizo con la generosidad heroica que manifiesta en esta carta
de 29 de noviembre de 1910, dirigida al padre Benedicto: «Desde hace un tiempo siento en mí la necesidad de ofrecerme al Señor
víctima por los pobres pecadores y por las almas del purgatorio. Este deseo ha
ido creciendo cada vez más en mi corazón hasta convertirse, me atrevo a decir,
en una fuerte pasión. Varias veces hice esta ofrenda al Señor, conjurándole a
que haga recaer sobre mí los castigos que están preparados para los pobres
pecadores y los de las almas del purgatorio, incluso centuplicándolos sobre mí,
con tal que convierta y salve a los pecadores y admita pronto en el paraíso las
almas del purgatorio; pero ahora quisiera hacer al Señor este ofrecimiento con
su permiso. A mí me parece que Jesús lo quiere» (Ep I, 206).
· Y el Padre Pío, al menos desde junio de 1913,
tuvo la certeza absoluta de que las consecuencias de su ofrenda victimal
durarían, como así fue, toda su vida. En esa fecha escribió al padre Benedicto:
«Otras veces, sin ni siquiera pensarlo,
se me enciende en el alma un vivísimo deseo de poseer totalmente a Jesús, y
entonces con una claridad tal, que el Señor comunica a mi alma, y que yo no sé
expresarla por escrito, me hace ver, como en un espejo, que toda mi vida futura
no será otra cosa que un martirio» (Ep
I, 367s). Con más sencillez se lo manifestó a Erminia Gargani el 28 de junio de
1918: «Del altar de los holocaustos, en
el que yo me encuentro, ya no se descenderá nunca, es inútil pensarlo. Se haga
la divina voluntad» (Ep III,
744).
Elías Cabodevilla Garde