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martes, 1 de enero de 2013

Asociado a la pasión y a la misión de Cristo



Dar al Padre Pío de Pietrelcina el título de “místico”, nos pide bendecir y alabar a Dios, el dador de todo bien, que, por caminos misteriosos (las llagas del Crucificado en manos, pies y costado durante 50 años; la llamada “sexta llaga”, la del hombro de Jesús como consecuencia de llevar la cruz hasta el calvario; la flagelación y la coronación de espinas experimentadas al menos una vez por semana…), quiso asociar al Fraile capuchino a la pasión de Cristo. Y darle el título de “apóstol”, nos urge a imitar a quien pudo escribir o decir frases como éstas: «Quiero ser un pobre fraile que ora»; «Jesús, que yo sea contigo para el mundo Camino, Verdad y Vida. Y para ti, sacerdote santo, víctima perfecta»; «¡Qué feliz sería si lograra amar a Jesús!»; «Vivo devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo»; “Si pudiera volar, querría gritar, gritar a todos con toda la fuerza de mi voz: amad a Jesús que es digno de amor”; «Madrecita querida: te amo mucho; más que todos los seres del cielo y de la tierra; después de Jesús, naturalmente, pero te quiero mucho»; «Quisiera tener una voz muy fuerte para invitar a todos los pecadores del mundo a amar a la Virgen María»…

El Padre Pío nació en Pietrelcina, provincia de Benevento, el 25 de mayo de 1887 y murió en San Giovanni Rotondo, provincia de Foggia, a donde había llegado el 4 de septiembre de 1916, el 23 de septiembre de 1968. Ingresó en la Orden capuchina el 22 de enero de 1903 y recibió la ordenación sacerdotal el 10 de agosto de 1910. Fue beatificado por Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999 y declarado santo por el mismo Papa el 16 de junio del 2002. Entre los muchos dones extraordinarios que le otorgó el Señor (profecía, leer las conciencias, bilocación, milagros…) sobresale el de tener las “llagas” de Cristo Crucificado en sus manos, pies y costado durante 58 años; los ocho primeros, hasta el 20 de septiembre de 1918, invisibles, pero no por eso menos dolorosas; y, desde esa fecha, como heridas visibles que, de forma inexplicable para la medicina, no se cerraban, no supuraban, manaban continuamente sangre fresca...; y que -nuevo misterio para los médicos- desaparecieron en el momento de su muerte sin dejar la más mínima cicatriz en su cuerpo. Si en vida tuvo una «clientela mundial», que buscaba en él consejo, alivio en sus problemas, intercesión ante el Señor, el sacramento de la confesión, participar en su Misa, aunque con frecuencia durara varias horas…, la sigue teniendo, y en continuo crecimiento en todo el mundo, después de su muerte.

Sin duda fueron proféticas las palabras del papa Benedicto XV, dichas cuando el Padre Pío no había cumplido todavía los 35 años: «El Padre Pío es uno de esos hombres extraordinarios que el Señor envía de vez en cuando a la tierra para convertir a las almas». Los retratos que del Capuchino de Pietrelcina han hecho los últimos Papas confirman plenamente el anuncio de su predecesor. Porque es muy breve, recojo aquí el del papa Pablo VI, en palabras al Superior general de los Capuchinos y a su Consejo el 20 de febrero de 1971: el Padre Pío «celebraba la Misa humildemente, confesaba de la mañana a la noche y era, aún si difícil de admitir, el verdadero representante de los estigmas de Nuestro Señor. Era hombre de oración y de sufrimiento».

En dos frases escritas por el Padre Pío y en una tercera, escuchada por él en el momento en que recibió las “llagas” del Crucificado y que manifestó, en junio de 1921, al Visitador apostólico Mons. Rafael Carlos Rossi, podríamos resumir lo más importante de la rica espiritualidad del Santo capuchino.

·  En una carta de noviembre de 1922, dirigida a su hija espiritual Nina Campanile, el Padre Pío escribe en relación a Cristo, a quien llama el “Amante divino”: «desde el nacimiento me ha dado pruebas de una especialísima predilección». Si a la palabra «predilección», que implica amor peculiar, añade el adjetivo «especialísima», y las pruebas de esa gozosa realidad las ha ido recibiendo «desde el nacimiento», se comprende que el Padre Pío se sienta urgido, minuto tras minuto, a lo que propone San Francisco de Asís en relación a Cristo: «Mucho tenemos que amar el amor de quien tanto nos ha amado».

·  En esa misma carta de noviembre de 1922 escribe el Padre Pío, pensando en el año del noviciado, cuando tenía sólo 15 ó 16 años: «Pero tú, (Señor), que me escondiste a los ojos de todos, ya desde entonces habías confiado a tu hijo una misión grandísima, misión que sólo tú y yo conocemos». En la fidelidad a esta «misión grandísima», que la expresa en frases como éstas: «liberar a mis hermanos de los lazos de Satanás»; «poner fin a la ingratitud de los hombres para con Dios, nuestro Sumo Bienhechor»; «hacerles participar de la vida del Resucitado»…, podemos entender la intensísima actividad apostólica del Padre Pío, sus muchas horas diarias administrando el sacramento de la confesión, sus cartas de orientación espiritual, sus invitaciones repetidas a amar a la Virgen María, las obras sociales que promovió…

·  Cuando, en la mañana del 20 de septiembre de 1918, Cristo crucificado se aparece al Padre Pío y le pide meditar y compartir sus sufrimientos y preocuparse por la conversión de los pecadores, y éste, lleno de conmiseración, le pregunta qué es lo que puede hacer, el Capuchino escucha estas palabras: «Te asocio a mi pasión». Aquí se fundamenta una de las realidades más misteriosas y bellas de la espiritualidad de nuestro Santo: el Padre Pío que desea sufrir, que pide al Señor la gracia de sufrir, que se ofrece a Dios como víctima en unión con Cristo...; y el Señor que le concede los sufrimientos más variados e inimaginables, pero otorgándole que esos sufrimientos sean para el “crucificado del Gárgano”: «Mi alimento diario, mi delicia» ¿Las dos cosas al mismo tiempo? Creo que sí.

Elías Cabodevilla Garde

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