Dar al
Padre Pío de Pietrelcina el título de “místico”,
nos pide bendecir y alabar a Dios, el dador de todo bien, que, por caminos
misteriosos (las llagas del Crucificado en manos, pies y costado durante 50
años; la llamada “sexta llaga”, la del hombro de Jesús como consecuencia de
llevar la cruz hasta el calvario; la flagelación y la coronación de espinas
experimentadas al menos una vez por semana…), quiso asociar al Fraile capuchino
a la pasión de Cristo. Y darle el título de “apóstol”, nos urge a imitar a quien pudo escribir o decir frases
como éstas: «Quiero ser un pobre fraile
que ora»; «Jesús, que yo sea contigo
para el mundo Camino, Verdad y Vida. Y para ti, sacerdote santo, víctima
perfecta»; «¡Qué feliz sería si
lograra amar a Jesús!»; «Vivo
devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo»; “Si pudiera volar, querría gritar, gritar a todos con toda la fuerza de
mi voz: amad a Jesús que es digno de amor”; «Madrecita querida: te amo mucho; más que todos los seres del cielo y de
la tierra; después de Jesús, naturalmente, pero te quiero mucho»; «Quisiera tener una voz muy fuerte para
invitar a todos los pecadores del mundo a amar a la Virgen María»…
El
Padre Pío nació en Pietrelcina, provincia de Benevento, el 25 de mayo de 1887 y
murió en San Giovanni Rotondo, provincia de Foggia, a donde había llegado el 4
de septiembre de 1916, el 23 de septiembre de 1968. Ingresó en la Orden capuchina
el 22 de enero de 1903 y recibió la ordenación sacerdotal el 10 de agosto de
1910. Fue beatificado por Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999 y declarado santo
por el mismo Papa el 16 de junio del 2002. Entre los muchos dones
extraordinarios que le otorgó el Señor (profecía, leer las conciencias,
bilocación, milagros…) sobresale el de tener las “llagas” de Cristo Crucificado
en sus manos, pies y costado durante 58 años; los ocho primeros, hasta el 20 de
septiembre de 1918, invisibles, pero no por eso menos dolorosas; y, desde esa
fecha, como heridas visibles que, de forma inexplicable para la medicina, no se
cerraban, no supuraban, manaban continuamente sangre fresca...; y que -nuevo
misterio para los médicos- desaparecieron en el momento de su muerte sin dejar
la más mínima cicatriz en su cuerpo. Si en vida tuvo una «clientela mundial»,
que buscaba en él consejo, alivio en sus problemas, intercesión ante el Señor,
el sacramento de la confesión, participar en su Misa, aunque con frecuencia
durara varias horas…, la sigue teniendo, y en continuo crecimiento en todo el
mundo, después de su muerte.
Sin
duda fueron proféticas las palabras del papa Benedicto XV, dichas cuando el
Padre Pío no había cumplido todavía los 35 años: «El Padre Pío es uno de esos hombres extraordinarios que el Señor envía
de vez en cuando a la tierra para convertir a las almas». Los retratos que del
Capuchino de Pietrelcina han hecho los últimos Papas confirman plenamente el
anuncio de su predecesor. Porque es muy breve, recojo aquí el del papa Pablo
VI, en palabras al Superior general de los Capuchinos y a su Consejo el 20 de
febrero de 1971: el Padre Pío «celebraba la Misa humildemente, confesaba de la mañana a la noche
y era, aún si difícil de admitir, el verdadero representante de los estigmas de
Nuestro Señor. Era hombre de oración y de sufrimiento».
En dos frases escritas por el
Padre Pío y en una tercera, escuchada por él en el momento en que recibió las “llagas”
del Crucificado y que manifestó, en junio de 1921, al Visitador apostólico
Mons. Rafael Carlos Rossi, podríamos resumir lo más importante de la rica
espiritualidad del Santo capuchino.
· En una carta de noviembre de 1922, dirigida a su hija espiritual Nina
Campanile, el Padre Pío escribe en relación a Cristo, a quien llama el “Amante
divino”: «desde el nacimiento me ha
dado pruebas de una especialísima predilección». Si a la palabra «predilección», que implica amor
peculiar, añade el adjetivo «especialísima»,
y las pruebas de esa gozosa realidad las ha ido recibiendo «desde el nacimiento», se comprende que
el Padre Pío se sienta urgido, minuto tras minuto, a lo que propone San
Francisco de Asís en relación a Cristo: «Mucho
tenemos que amar el amor de quien tanto nos ha amado».
· En esa misma carta de noviembre de 1922 escribe el
Padre Pío, pensando en el año del noviciado, cuando tenía sólo 15 ó 16 años: «Pero tú, (Señor), que me escondiste a los
ojos de todos, ya desde entonces habías confiado a tu hijo una misión
grandísima, misión que sólo tú y yo conocemos». En la fidelidad a esta «misión grandísima», que la expresa en
frases como éstas: «liberar a mis hermanos
de los lazos de Satanás»; «poner fin
a la ingratitud de los hombres para con Dios, nuestro Sumo Bienhechor»; «hacerles participar de la vida del
Resucitado»…, podemos entender la intensísima actividad apostólica del
Padre Pío, sus muchas horas diarias administrando el sacramento de la
confesión, sus cartas de orientación espiritual, sus invitaciones repetidas a amar a
la Virgen María, las obras sociales que promovió…
· Cuando, en la mañana del 20 de septiembre de
1918, Cristo crucificado se aparece al Padre Pío y le pide meditar y compartir
sus sufrimientos y preocuparse por la conversión de los pecadores, y éste,
lleno de conmiseración, le pregunta qué es lo que puede hacer, el Capuchino escucha
estas palabras: «Te asocio a
mi pasión». Aquí se fundamenta una de las realidades más misteriosas y
bellas de la espiritualidad de nuestro Santo: el Padre Pío que desea sufrir,
que pide al Señor la gracia de sufrir, que se ofrece a Dios como víctima en
unión con Cristo...; y el Señor que le concede los sufrimientos más variados e
inimaginables, pero otorgándole que esos sufrimientos sean para el “crucificado
del Gárgano”: «Mi alimento diario, mi
delicia» ¿Las dos cosas al mismo tiempo? Creo que sí.
Elías Cabodevilla Garde