El primer
escrito de esta “etiqueta” de la página web lo titulé “Asociado a la pasión y a la misión de Cristo”. Dije en él que Dios,
“por caminos misteriosos, quiso asociar
al Fraile capuchino a la pasión de Cristo”. Y, entre esos “caminos misteriosos”, cité en primer
lugar el más conocido por los devotos del Padre Pío: “las llagas del Crucificado en manos, pies y costado durante 50 años”.
Para
ser más preciso, el escrito tendría que decir “durante 58 años”, pues, aunque muchos lo ignoren, el Señor concedió
al Padre Pío este don en el año 1910, a las pocas semanas de su ordenación
sacerdotal, muy probablemente el 8 de septiembre, cuando, por motivos de salud,
pasaba sus días en Pietrelcina, el pueblo que le había visto nacer el 25 de
mayo de 1887, aconsejado por unos médicos que poco o nada lograban entender de
una enfermedad, que muchos la califican de misteriosa.
· En carta del 8 de septiembre de 1911 al
padre Benedicto de San Marco in Lamis, después de decirle que había sido la “maldita vergüenza” la que le había
impedido manifestárselo antes y que, para contárselo ahora, había tenido que
hacerse una “gran violencia”, el
Padre Pío comunicó a su Director espiritual:
«Ayer por la tarde me sucedió algo
que no me explico ni comprendo. En medio de la palma de las manos apareció un
poco de rojo, casi como la forma de un centavo, acompañado de un fuerte y agudo
dolor en medio de ese poco de rojo. Este dolor era más sensible en medio de la mano
izquierda, tanto que dura todavía. También bajo los pies advierto un poco de
dolor. Este fenómeno se va repitiendo desde hace casi un año, aunque hace ahora
algún tiempo que no se repetía».
· Al padre Agustín se lo manifestó de forma
velada en carta del 21 de marzo de 1912:
«Desde el jueves por la tarde hasta
el sábado, y también el martes, es una tragedia dolorosa para mí. El corazón,
las manos y los pies me parecen traspasados por una espada; tanto es el dolor
que siento».
Y, en
1915, ante la insistencia de su segundo Director espiritual, tuvo que descubrírselo
con más claridad, en carta del 10 de octubre:
«La segunda
pregunta es si le ha concedido el don inefable de sus santos estigmas. A esto
hay que responder afirmativamente, y la primera vez que el Señor se dignó
concederle este favor fueron visibles, sobre todo en una mano, y porque esta
alma quedó aterrorizada ante tal fenómeno, suplicó al Señor que le retirara
este fenómeno visible. Desde entonces no aparecieron más; pero, desaparecidas
las heridas, no por eso desapareció el dolor agudísimo que hacen sentir, sobre
todo en algunas circunstancias y en determinados días».
Lo que
le aconteció ocho años después, el 20 de septiembre de 1918, en San Giovanni
Rotondo, el Padre Pío lo contó al padre Benedicto en un conmovedor relato del
día 22 del mes siguiente. Lo hizo urgido por un mandato de obediencia del que era
en aquel momento, además de su Director espiritual, su Superior provincial. La
carta dice así:
«¿Qué
decirle con respecto a lo que me pregunta sobre cómo sucedió mi crucifixión?
¡Qué confusión y humillación experimento, Dios mío, al tener que manifestar lo
que tú has obrado en esta tu mezquina criatura!
Estaba la mañana del 20 del pasado
mes de septiembre en el coro, después de la celebración de la santa misa,
cuando sentí una sensación de descanso, semejante a un dulce sueño. Todos los
sentidos internos y externos, e incluso las facultades del alma se encontraban
en una quietud indescriptible. Entre tanto, se hizo un silencio total en torno
a mí y dentro de mí; siguió luego una gran paz y abandono en la más completa
privación de todo, como un descanso dentro de la propia rutina. Todo esto sucedió
con la velocidad del rayo.
Y mientras sucedía todo
esto, me encontré delante de un misterioso personaje, semejante al que había visto
la tarde del 5 de agosto, del que se diferenciaba solamente en que tenía las
manos, los pies y el costado manando sangre. Sólo su visión me aterrorizó; no
sabría expresar lo que yo sentí en aquel momento. Creí morir, y habría muerto
si el Señor no hubiera intervenido para sostener el corazón, que latía como si
quisiera salir del pecho. La visión del personaje desapareció y yo me encontré
con las manos, los pies y el costado traspasados y manando sangre. Imaginad qué
desgarro estoy experimentando continuamente casi todos los días: la herida del
corazón mana sangre incesantemente, sobre todo desde el jueves por la tarde
hasta el sábado.
Padre mío, yo muero de dolor por el desgarro y la consiguiente confusión
que sufro en lo más íntimo del corazón. Temo morir desangrado, si el Señor no
escucha los gemidos y retira de mí este peso. ¿Me concederá esta gracia Jesús,
que es tan bueno? ¿Me quitará al menos esta confusión que experimento por estas
señales externas? Alzaré mi voz a él sin cesar, para que por su misericordia
retire de mí la aflicción, pero no el desgarro, ni el dolor, porque lo veo
imposible y yo deseo embriagarme de dolor, sino estas señales externas, que son
para mí de una confusión y humillación indescriptible e insostenible».
· Que
estas llagas en las manos, en los pies y en el costado del Padre Pío no tenían
explicación científica convincente, lo acreditaron casi todos los médicos que,
a lo largo de 50 años, las examinaron con detenimiento, unas veces por encargo
de los Superiores de la Orden capuchina y otras de las Autoridades de la
Iglesia.
- Los que, como los doctores Luigi Romanelli y
Giorgio Festa, eran capaces de admitir realidades que escapan a lo material y
perceptible, tuvieron que reconocer que no era posible una explicación sólo
científica de las mismas y dejaron puerta abierta a otras posibles
explicaciones. ¡En verdad es difícil una explicación médica a unas “llagas” que,
en 50 años, no se cierran, no supuran y dejan salir de continuo sangre fresca! Y,
por si esto fuera poco, que, a la muerte del Santo capuchino, desaparecen sin
dejar la más mínima cicatriz.
Romanelli, que fue el
primero en examinar estas “llagas”, en diferentes días de mayo a julio de 1919,
y que lo hizo de nuevo en julio de 1920 junto con Festa, dio un paso más y,
como creyente que era, escribió en su informe:
«Hay que excluir que la causa de las lesiones del Padre Pío sea de
origen natural y hay que buscarla, sin miedo a equivocarse, en lo sobrenatural,
pues la realidad de las mismas es inexplicable para solo el saber humano».
- En cambio, el doctor Amico
Bignami hizo claramente el ridículo. Al no admitir lo sobrenatural y querer dar
una explicación a lo que tenía ante sus ojos, acudió a las autolesiones -¡para
eso estaba el Padre Pío!- y a los estados psicológicos enfermizos. Su receta
falló estrepitosamente. La conocemos por el testimonio del padre Paulino de
Casacalenda, superior en ese tiempo de la comunidad capuchina de San Giovanni
Rotondo, que además, en su informe, no dejó de manifestar su gratitud al
doctor, porque le había permitido observar detenidamente durante ocho días las
cinco lesiones de su cohermano. Bignami ordenó:
«Vendar
y sellar las heridas en presencia de dos testigos y de controlar dichos sellos
en presencia de los mismos testigos, por ocho días, a fin de obtener la certeza
de que las heridas no habían sido tocadas y mucho menos curadas; y después de
ocho días elaborar un detenido informe para establecer si las heridas habían
cicatrizado o no».
El Superior provincial,
padre Pedro de Ischitela, mandó en virtud del voto de obediencia a los padres
Paulino de Casacalenda, Basilio de Mirabello Sannitico y Ludovico de San Marco
in Lamis que cumplieran estrictamente lo prescrito por el doctor y que manifestaran
el resultado bajo juramento de decir toda la verdad. Ellos, por espacio de ocho
días, después de haber verificado ante los dos testigos los sellos, quitaron
las vendas del día anterior y pusieron las nuevas. El último día, los tres
certificaron por escrito lo siguiente:
«El estado de las llagas, durante los ocho días, ha permanecido
idéntico, excepto el último día en el que tomaron color rojo vivo... todas las
llagas han manado sangre; el último día más abundante».
· Que el Padre Pío no deseaba estas señales
externas y visibles en su cuerpo, aparece muy claro en los escritos que antes he
citado. Pero tenemos otra fuente de información, que es muy especial. En junio
de 1921, el carmelita Rafael Carlos Rossi realizó una Visita Apostólica a San
Giovanni Rotondo por encargo del Vaticano. Sometió al Padre Pío a seis
interrogatorios, bajo juramento de decir la verdad pronunciado ante los
Evangelios. Además, en presencia del Superior de los Capuchinos, examinó una a
una las cinco llagas. Lo que hizo el Visitador a mitad del quinto
interrogatorio aparece así en el informe que entregó en el Vaticano:
“En este momento, yo, el infrascrito
Visitador, no obstante el juramento ya prestado por el Reverendo Padre Pío, le
repito la exhortación sobre la santidad del acto religioso, le recuerdo la
gravedad del tema y le preguntó qué es lo que piensa en relación al juramento.
Y él responde: «El acto más solemne
que pueda realizar el hombre, porque se trata de llamar a Dios como testigo de
la verdad». Dicho esto, le invito a responder, bajo la santidad de un especial
juramento, a las siguientes preguntas, una por una, estando él de rodillas y
con las manos sobre el Santo Evangelio.
- ¿Vuestra Paternidad jura sobre el Santo
Evangelio no haber procurado, alimentado, cultivado, aumentado, conservado,
directa o indirectamente, las señales que lleva en las manos, en los pies y en
el pecho?
Respuesta: Lo juro.
- ¿Vuestra Paternidad jura sobre el Santo
Evangelio no haber usado nunca sobre su persona dermografía, es decir, no haber
hecho, por una especie de autosugestión, señales que podían aparecer después
visibles según ideas fijas o dominantes?
Respuesta: Lo juro, por caridad, por
caridad. Más bien si el Señor me librase de ellas, ¡cómo le estaría agradecido!”.
· Que el significado profundo de las cinco llagas
del Padre Pío es el proyecto divino de asociarlo a la pasión de Cristo, lo descubrimos
en la respuesta del Fraile capuchino a esta pregunta del mencionado Rafael
Carlos Rossi, en el primero de los cinco interrogatorios que he mencionado:
“Pregunta: Que cuente detalladamente lo
relacionado con los llamados «estigmas».
Respuesta: El 20 de Septiembre de 1918,
después de la celebración de la Misa, cuando me encontraba en el Coro en la
debida acción de gracias, de forma repentina, fui presa de un fuerte temblor;
después me invadió la calma y vi a Nuestro Señor en la actitud de quien está en
la cruz, pero no se me quedó grabado si tenía la cruz, lamentándose de la mala
correspondencia de los hombres, sobre todo de los consagrados a él y más
favorecidos por él. De aquí se deducía que él sufría y que deseaba asociar
almas a su Pasión. Me invitaba a compenetrarme con sus dolores y a meditarlos;
al mismo tiempo, a ocuparme de la salvación de los hermanos. Enseguida, me
sentí lleno de compasión por los dolores del Señor y le preguntaba qué podía
hacer. Oí esta voz: «Te asocio a mi Pasión». Y enseguida, desaparecida la
visión, volví en mí, recobré el sentido y vi estas señales de las cuales
goteaba sangre. Antes nada tenía”.
Elías Cabodevilla Garde